22. Fuimos etéreos/ojala no vieras lo que hice.

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Eddie.

Ya no sé cómo parar de decirle que lo amo. Nunca he sabido lo que es el amor, y seguramente no voy a encontrarlo en otro lugar porque ha llegado a mí de la misma manera que yo he llegado a él y ahora ninguno puede apartarse.

Y es extraño que no este obligándolo, y es aterrador pensar en que realmente Igor podría quererme. Me ha susurrado cien veces que si, y mi mente devolvió diez mil veces que era mentira, que es un mentiroso, que yo soy un mentiroso y que todo lo que sostenemos en las manos es un vidrio roto y años enteros de decirnos mentiras.

Ya no lo sé. Lo intenté todo, todo para no dejar que me traspasara. Lo rompí de todas las maneras que encontré, busqué mil y una formas de hacer que estuviera conmigo por obligación y no por placer y al final no pude detener el tornado que siempre ha sido Igor desde que apareció.

Se me metió en la piel como un veneno y ahora dependo de él hasta para dormir.

Se acuesta a mi lado, encima de mí, y cada vez que me pone una mano encima me siento una persona diferente. Una persona que por primera vez en su jodida vida tiene miedo de algo. Antes solía tenerle miedo a él, a lo que podía hacerme, a su manera extraña de jugar conmigo y con mi mente porque yo sé que lo ha hecho. Ahora le temo a no sentir sus manos o su piel en la mañana, ahora le temo a no dormirme con su cuerpo contra el mío en las noches.

Ahora me parece aterradora la idea de no poder hacerle el amor cada vez que se me da la gana.

Y es que por tanto tiempo nos dedicamos a doparnos el uno para el otro que se nos olvidó escuchar la música de afuera, dejamos de recordar la bomba de tiempo, dejamos de mirar hacia cualquier lado que no nos llevara a mirarnos fijamente el uno al otro.

Empezamos a creer que éramos invencibles.

Yo me hice de acero para que nada pudiera atormentarle o molestarle, y él se convirtió en un cristal precioso donde cada día me reflejaba a mi mismo desde su perspectiva. Y, por un jodido tiempo ambos creímos en la palabra del otro. Y fue precioso, fuimos preciosos.

Fuimos etéreos en el tiempo, en el espacio. Todo se sentía como si incluso este infierno fuera una mera casualidad para juntarnos. De repente mis terapias cesaron, Maurice estaba de vacaciones o algo así se mencionaba cada vez que me acercaba por comida o a preguntarle algo a Anderson, siempre frunció el ceño y movió la cabeza.

—Ese niño va a ser tu perdición —me dijo un día mientras me entregaba una bolsa grande con comida en lata.

El caso es que yo ya estoy perdido, de hecho, él me ha ayudado a recuperarme.

—No tiene importancia, Anderson.

—¿Qué vas a hacer cuando regresé?

Yo sabía que se refería a Maurice.

—Defenderlo.

Anderson resopló.

—No tienes tantas oportunidades, Edward.

—¿Qué es lo que me quieres decir?

El enfermero sonrió con pesar, pero yo sabía que tenía algo más que decirme.

—Algo esta a punto de suceder, puedo sentirlo.

—Tonterías —respondí, pero en el fondo sabía que tenía razón. Yo también lo sentía, y no iba a ser algo bueno.

—Vete de aquí.

—¿Irme?

—Si tanto lo quieres, llévatelo ahora que puedes. Después va a ser demasiado tarde.

Killing EddieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora