einundzwanzig

253 27 11
                                    

Después de que la luna y las estrellas abandonaran el cielo, dándole paso al sol en una fría mañana; finalmente había llegado el día en que se mudarían de base.

Por primera vez en cuatro años, Abby iba a moverse del metro cuadrado al que tanto se había acostumbrado y al cual ya le había tomado cariño. 

En cuatro años, hay días suficientes para acostumbrarse a un territorio y sentir la necesidad de estar en estado de alerta al estar en uno nuevo, en especial en las circunstancias en las que se encuentra Abby, Stella, Michael y las demás personas que conformaban la base.

Michael, al igual que Abby, no habían podido dormir aunque fuera unos pocos minutos en toda la noche. 

Sus mentes estaban alertas como nunca, cada una con diferentes pensamientos pero había uno en común; ambos se sentían nerviosos ante este repentino cambio.

Habían tenido tiempo para hacerse la idea de que iban a abandonar este lugar al que tanto se habían acostumbrado. Abigail iba a tener que decirle adiós a los árboles que adornaban su triste realidad. Aquellos árboles en los que Michael fue herido y en los cuales, Wolfgang, el soldado alemán que pensó que era más inteligente que los ingleses, murió. 

Al fin y al cabo, terminó demostrando ser igual de estúpido que las demás personas. 

Un pequeño desliz en un plan, y había terminado sin vida. 

En la noche, Michael se había preguntado qué había pasado con él. De seguro Don o Grady no habían vuelto a enterrar el cuerpo o hacerlo pasar como uno de sus soldados para que fuera ser enterrado en una fosa común. 

De hecho, Wolfgang ni siquiera se merecía la oportunidad de ser pasado como un soldado inglés para que fuera enterrado junto a los otros compatriotas que estaban batallando contra su país. 

Había perdido la oportunidad cuando le dio la espalda a Michael, un chico inocente que le había creído fácilmente cada una de sus mentiras. 

A penas el sol comenzó a iluminar su tienda, Abigail se levantó para comenzar a ordenar tanto sus cosas como las de la Cruz Roja. 

Minutos después se despertaron sus compañeros junto a Stella y comenzaron a ayudarle. 

La mujer de inmediato se dio cuenta de las ojeras que adornaban sus ojos. Stella estaba mordiéndose la lengua para evitar preguntarle frente a todos qué estaba pasando por su alocada cabesita. Sus ojos castaños no abandonaban el rostro de la joven adulta mientras, de manera inconsciente, sus manos seguía las ordenes que su cerebro le enviaba. 

Abigail sintió la mirada persistente, pero prefirió jugar el papel de la desententida. De vez en cuando elevaba sus ojos y hacían contacto visual. Irises azules chocando contra irises castañas. Pero la joven se negaba a darle la razón. 

Sabía que Stella era la persona que más la conocía de la tienda. ¿Cómo no hacerlo cuando han pasado estos cuatro años lado a lado, como si fueran siamesas pegadas de la cadera? En los primeros días, a los lugares que Stella iba, Abigail la seguía. Y así sucedía por el lado contrario. 

Los hombres más de alguna vez se burlaron. Ellos simplemente no entienden los grandes lazos que las mujeres pueden llegar a tener en las diferentes situaciones, tanto extremas como normales. 

Poco a poco y a lo largo de los meses, Abigail comenzaba a sentir a esta mujer como su propia madre. Comenzaba a quererla al igual como su progenitora que murió en el horrible ataque producido por los alemanes.

Abigail se había encontrado más de alguna vez pensando en qué haría si tuviera a Hitler en frente de ella. ¿Lo mataría con sus propias manos, propinándole una muerte rápida o lo torturaría, propinándole una muerte totalmente contraria a la primera? Y se inclinaba más hacia la segunda opción. 

1945Donde viven las historias. Descúbrelo ahora