fünf

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—¿Fuiste a la escuela de tanques? —preguntó Boyd, mejor conocido como Biblia. 

Michael negó, cerrando su bolso. —Ni siquiera he visto el interior de un tanque —apuntó al vehículo blindado que estaba frente a él y a las espaldas de sus compañeros. En sus ojos se podía ver el miedo que sentía ante la presencia de un arma mortal tan grande como un tanque. No solamente podías morir con un disparo, si no que también por si su peso pasaba encima de ti, aplastando cada uno de tus huesos, haciendo que tus órganos internos exploten. 

Grady rió, jugando con un destornillador entre sus manos. 

—Ni si quiera sé por qué estoy acá. Estaba en España y... —fue interrumpido por Grady al verlo escupir saliva. 

El escupo llego a parar a centímetros del pie de Michael, provocando que una sensación de asco se formara en su boca.

Lo observó con asco y su mirada se transformó. El miedo que hace pocos segundos irradiaba se había escondido bajo la capa de odio y asco; ambas cosas combinadas.

¿Es que su madre no le había enseñado que no se tenía que escupir? Pensó Michael, intentando deshacerme de la sensación de asco en su boca. Sentía un sabor amargo, como si realmente hubiera comido algo que le provocara asco. 

—Nadie te pregunto qué estabas haciendo —comentó Grady, observando lo que estaba sucediendo a su izquierda mientras apoyaba su peso en el tanque. 

Michael suspiró, aguantando las ganas de gritarle unas groserías y que de seguro, más tarde se arrepentiría. 

De repente apareció Don, calmando un poco el ambiente. 

—Vamos, es hora de ir. Los demás ya se están preparando —ordenó mientras los observaba con el ya tan típico cigarrillo entre sus labios. 

Grady, Biblia y Gordo dejaron de apoyarse en el tanque, dejándole el paso libre a Michael para que pudiera subir. 

—Este es tu puesto —le explicó Grady, palmeando la parte derecha del tanque en donde había un orificio justo para que una persona cupiera. 

Al hacerlo, unos tres soldados aparecieron llevando un alemán con su rostro ensangrentado. Michael, Grady, Biblia y Gordo lo observaron mientras el pobre alemán con suerte caminaba. El recién llegado solado por un momento comenzó a sentir miedo; que un alemán estuviera en tierras británicas no era un buen augurio. Don, quien les estaba dando la espalda, giró su cuerpo intrigado. 

—¿Qué está haciendo él aquí? —preguntó, acercándose lenta pero de manera amenazante.

A unos metros, estaban Stella y Abby más otras personas de la Cruz Roja observando como los hombres comenzaban a ocupar los tanques, preparándose para salir a inspeccionar la ciudad más cercana y ya la última que quedaba.

Abigail no sabía qué es lo que iba a suceder después. ¿Se quedarían allí hasta el fin de la guerra o tendrían que moverse, como muchas otras personas lo habían hecho?

—Quieren interrogarlo —respondió el soldado que iba a la delantera. 

—Yo lo hago —respondió Don, sus ojos sedientos por venganza. Al hablar, el cigarrillo abandonó sus labios, cayendo en el asqueroso barro. 

Ignorando los solados que lo rodeaban, lo agarró de su hombro y comenzó a hacerle preguntas en un alemán fluido. Sus rostros estaban en una cercanía amenazante. Don era capas de ver cada una de las imperfecciones que adornaban el rostro del soldado alemán; lo mismo sucedía en el lado contrario. 

Cada vez que Don hablaba, gotas de saliva caían en el rostro del soldado alemán. Por reacción, él cerraba sus ojos, resguardando sus ojos de la existente amenaza de saliva. 

1945Donde viven las historias. Descúbrelo ahora