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Hogar, algo como hogar.

Una cabaña apartada del mundo, en medio de naturaleza, árboles inmensos, pasto, maleza, y un río caudaloso y deslizando por tierra. Una ventana entreabierta permite a la fría brisa ventilar la habitación pequeña, de paredes blancas, y sin diseños, donde una cama estrecha reside en el centro. Una pareja de quince años de edad reposando plácidamente en ella, sin intenciones de cambiar la posición acurrucada entre las sábanas, y dejando que sus corazones se entrelacen en latidos continuos. Un reloj en el otro lado de la pared, marca las doce, y un sol naciente ilumina la habitación. Rayos serpenteantes en sus frentes sin pliegues, narices juntas, compartiendo el suspiro. A veces, uno de ellos suelta un pesado aliento, y el otro se apresura a absorber rápidamente, su vida en juego, el aliento nadando en los aires. Comparten cama, comparten abrazos, comparten latidos, alientos, y también un asesinato.

"Está bien", suspira un amante en la oreja del otro, reconfortando.

"Hmm", musita el otro, intentando calmarse.

Entonces el primero acaricia suavemente, con la yema de sus dedos, la curvatura de su vientre al estar acostado de lado, frente a frente. La piel suave, tibia como el ambiente primaveral, y temblorosa. Tal vez la placidez inicial era una mera fachada para encubrir a los demonios más salvajes que dentro se encuentran. El otro se estremece, sutil, tratando de no aparentar la jauría de lobos dentro de su pequeño cuerpecito, y calmar al primer amante. Pero su cuerpo no responde a sus determinaciones, y sufre pequeños espasmos a medida que la yema de sus dedos acaricia, se desliza, y navega por el mapa violentado de su cuerpo.

Cerrando sus ojos, soportando sus nervios, la tensión en sus músculos, se pregunta qué se sentirá, ser tocado y no temblar.

Una lágrima baja por su moflete izquierdo, impetuosa, irrespetuosa contra el dueño del moflete. Estaciona a la tela blanquecina que recubre la almohada, y la empapa con agua, dejando una mancha grisácea. Se trasluce el colorido original de la almohada, así como el dolor interno de él. La batalla constante de sus demonios, el terror y la fortaleza por continuar adelante, continuar moviéndose hacia el futuro.

"¿Duele?" , su compañera, la portadora de ojos hogareños y cálidos, pregunta, consciente de sus pequeños espasmos.

Duele, duele mucho, piensa sin hablar sino llorar. Lágrimas y lágrimas embadurnando la tela blanquecina. Se siente casi culpable de ensuciar la belleza blanquecina de la tela.

Pero su compañera entiende, asiente sin haber pronunciado él, palabra alguna de su dolor, pues así ha sido siempre. Ella a su lado, comprendiendo su batalla sin haber escuchado sus gritos, sin haber presenciado la horrenda escena, sólo sintiendo, contando la velocidad de sus latidos. Lentos, letárgicos, sus latidos cabalgan en su pecho, como si le costara vivir, mantener a un cuerpo en descomposición todavía respirando.

"Está bien, ya no está, no puede lastimarte", menciona ella para reavivar sus latidos normales, para calmar la agonía.

Pero duele, duele mucho aún. No está, sabe que ya no está, no más dolor, no más por toda la vida futura, sino la tortura mental dejada tras el trauma. Aunque su presencia no esté, las migajas persisten en su pecho, las heridas persisten en cicatrices.

Se come el dolor, comienza a sollozar, debido a comerlo. Su cuerpo de arriba a abajo perturbado, sufriendo espasmos. Un quejido sosegado, un alarido silencioso. Entonces ella se abalanza con calma, surca los aires, salvadora, a silenciar sus sollozos. Mientras se desliza, acaricia con sus labios la fina y lastimada piel de los otros, se pregunta: ¿pueden los besos curar un alma turbada?

La disminución de las lágrimas, un latido algo más apresurado que el resto, una piel menos trémula, son la respuesta.

"Gracias", confiesa bajito él, para hacerle entender que sus caricias, sus besos, ayudan, al menos para engañar.

Pero aún no es suficiente, persiste bajo capas y capas de dura coraza, oculto de los ojos ajenos, oculto hasta de la persona que más ama.

A ella se le rompe el corazón en minúsculos pedacitos como un cristal al contacto con el suelo. No llora, no pueden dos almas llorar en una sola habitación, una sola cama. No puede dos corazones estar rotos. ¿Pues, sino quién, puede sanar al otro?

Con las manos llenas de sangre superflua, no percibida, ella, acaricia su piel sin remordimientos, aparta las lágrimas indebidas en su rostro. Sórdido, podría ser, que una joven de quince años bese su rostro con yemas escarlatas, pero ahí está ella, limpiando, acariciando y besando, con manos sucias, pero un corazón aliviado.

"Estoy aquí, solo aquí, para ti", menciona ella.

En su cuello descansa una bufanda roja, como el rojo de la sangre. Está tibia, le arropa y la protege del gélido aire. Con otra mano, la besa con sus dedos y entonces se la saca lentamente para no perturbar al joven más de lo que está por dentro. Le pide que cierre sus ojos, y sin embargo, no hacía falta. Él espera paciente por ella, y ella con la calma de un sabio, saca su bufanda. Al tenerla entre sus manos, inefable, tiembla un poco, y se arma de valor.

Él siente unas manos pequeñas y delgadas en su cuello, apartando las sábanas que lo cubren hasta la cabeza. Navegan sus manos, depositando una cálida bufanda con aroma a hogar. Los pájaros resuenan fuera, sus silbidos coquetos y afinados arriban a sus oídos, escuchando el cantor libre de sus pulmones. Libres como pájaros, ocultos en una cabaña, con el calor de la calma, y el amor.

Él, con sus manos también pequeñas, delgadas, y frías, muy frías y temblorosas, toca la bufanda que descansa ahora en su cuello. Huele el aroma que le pertenece a Mikasa, y cierra sus ojos disfrutando algo como hogar. Se regocija en la sutil sensación de calma.

"Está calentita", menciona, brotando sus ojos las últimas lágrimas.

Mikasa asiente, sus orbes negros mirando indulgentes los hermosos pero trágicos rasgos de Eren. Su rostro tan plácido entre la bufanda. Su pecho se estruja en un dolor agradable, un cosquilleo que no pretende dar risa sino dolor, pero es soportable. A pesar de todo, el hoy es el importante, y hoy con vida, calor y arropado entre sus brazos, Eren está bien, en ningún otro lugar que no sean sus brazos, o el refugio de su corazón enamorado.

"Está bien, Eren, está bien. Estás en casa, estás de vuelta a casa".








Pequeños One-shots Eremika. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora