13.

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Memories
Moira

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El atardecer decoraba al cielo de un bilioso amarillo, un naranjo acaramelado y un azulado que mezclado con el amarillo y cierto blanco de las nubes asentadas en el cielo, originaba a un amatista violáceo, y un verde como el de una aurora boreal. Una hermosa impresión que derramaba su esplendor sobre los techos de los hogares que ahí se erguían. La gente podía verlo desde las ventanas de sus hogares bebiendo un brebaje de hojas de eucalipto, propicio en un ambiente de emanante libertad. 

¿Podía olerse un concepto?

 Los sentidos humanos no eran así de refinados para alcanzar tal dicha. Algunos nunca podrían ser libres, menos sentirlo, sin embargo, viendo el empíreo sin murallas que confiscaran, casi sentía como si la libertad pudiera refulgir en los corazones de todo humano. 

No el suyo, por supuesto. 

Qué fatídica vida fue la de la única persona que llamó familia en aquel mundo cruel. Una paradójica tragedia que concluyó en un final agridulce. Eren nunca rozó la libertad. Aún si creyera que podría lograrla, que la había alcanzado, que podría alcanzarla si se inclinara un tanto más a la deriva, así, debería haberlo sabido, de tanto estire cayó al abismo sin concretar lo anhelado. 

Estaban libres, ¿era aquello libertad? Todo lo que el muchacho de gemas verdosas había deseado, un mundo sin murallas, dignidad para el pueblo en donde creció y se crío, ahora yacía culminado, y Mikasa lo veía en su esplendor. Pero, ¿a qué coste? Al final del día, Eren no estaba a su lado para vivir con ella su deseo. 

Los atardeceres eran bonitos, no podía negarlo. Era aquello que llamaba bello en un mundo cruel. Solía venir al árbol que los había acompañado desde su niñez, todas las tardes, a hacerle compañía a Eren. Dijeran lo que dijeran, para Mikasa el amor de su vida yacía junto a ella en cada visita. Traía rosas para la sepultura, y se dedicaba a contar sus pétalos violeta. Si no traía rosas, se decantaba a hablarle y contar parte de su vida. En ocasiones Armin venía en su compañía, y traía libros consigo que leía para Eren el resto del día. Mikasa cerraba sus ojos y escuchaba deferente las palabras de Armin sin poner en duda que Eren al otro lado de la vida escuchaba atento, con la misma atención que había puesto al estar juntos los tres, solo los tres en un mundo tan vasto y complejo. Casi rozaba aquella realidad antaña, y casi creía que Eren vivía para estar con ellos, mero contemplando el ocaso en el atardecer. ¿No era un motivo para estar viva?; para recordarlo. 

En esos días, contenía las lágrimas puesto que no quería preocupar a Armin y darle más carga de lo que pudiese estar lidiando consigo mismo. Aunque muy dentro gritara el sufrimiento a cuatro vientos, llegaba a su cuarto, plácido como nunca antes, pero tan solitario y frío, y ahí se rendía. Ya no existían los titanes, y las futuras generaciones mero sabrían de ellos a través de los libros, para no cometer los mismos errores del pasado, y mantener la paz momentánea entre las naciones. La mayoría de rostros en las calles sonreían, se respiraba otro aroma en el pueblo: el perfume del alivio. No había temor hacia una entidad superior, muchísimo más fornida y sanguinante. Habían todavía, por supuesto, criminales sueltos, vandalismo, o amenazas externas que colmaban el pánico ligero en ciertos corazones, pero se encargaban sin la pesadez que imponían los titanes los distintos militares de las distintas ramas, que también debieron renovar su utilidad. Pero en general, si se salía de casa podría contemplarse un ánimo positivo en la gente, y un mundo sin murallas. Casi se sentía irreal, llegar a casa y vivir tranquilo luego de tanta masacre, sangre y trauma. Los últimos días habían sido exhaustos, y Mikasa aún no lograba controlar el tipo de pánico que atacaba por sorpresa en tanto menos lo esperaba. Ahí estaba Armin, ayudando, calmandola, o a veces Annie que la visitaba para charlar a fin de que se distrajera. 

Pequeños One-shots Eremika. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora