La profecía perdida

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Capítulo 42

Al tocar el suelo con los pies, a Harry se le doblaron ligeramente las rodillas y la cabeza del mago dorado cayó con un golpe metálico. Entonces echó un vistazo a su alrededor y se percató de que había llegado al despacho de Dumbledore.

Durante la ausencia del director, todo se había reparado. Los delicados instrumentos de plata estaban de nuevo sobre las mesas de patas finas y echaban humo y zumbaban discretamente. Los directores y las directoras dormían en sus retratos y apoyaban la cabeza en los respaldos de los sillones o el borde de los cuadros.

Harry se acercó a la ventana: una línea de color verde pálido que recorría el horizonte indicaba que no tardaría en amanecer. El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por algún que otro gruñido o resoplido de un retrato durmiente, le resultaban insoportables.

Tanto era así que si lo que lo rodeaba hubiera podido reflejar sus sentimientos, los cuadros habrían estado gritando de dolor. Se paseó por el tranquilo y bonito despacho, respirando entrecortadamente e intentando no pensar, pero tenía que pensar, no había escapatoria...

Él tenía la culpa de que Sirius hubiera muerto; todo era culpa suya. Si no hubiera sido tan estúpido para caer en la trampa de Voldemort, si no hubiera estado tan convencido de que lo que había visto en su sueño era real, o si se hubiera planteado la posibilidad, como habían dicho Andrea y Hermione, de que Voldemort confiara en la afición de Harry a hacerse el héroe...

Era insufrible, no quería pensar en ello, no podía aguantarlo. Dentro de él había un terrible vacío que no deseaba sentir ni examinar, un oscuro agujero donde antes estaba Sirius, un agujero del que Sirius se había desvanecido; no deseaba estar solo con aquel enorme y silencioso vacío, no lo soportaba... Detrás de él, un cuadro soltó un sonoro ronquido y una voz impasible dijo:

—¡Ah, Harry Potter!

Phineas Nigellus dio un enorme bostezo y estiró los brazos mientras contemplaba a Harry con sus pequeños pero vivaces ojos.

—¿Qué te trae a estas horas de la mañana? —le preguntó Phineas—. Se supone que en este despacho sólo puede entrar el legítimo director. ¿Acaso te ha enviado Dumbledore? Ah, no me digas que... —Volvió a bostezar, y un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿He de llevarle otro mensaje al inútil de mi tataranieto?

Harry no podía hablar. Phineas Nigellus no sabía que Sirius estaba muerto, y él era incapaz de decírselo. Contarlo en voz alta supondría convertir la muerte de su padrino en algo definitivo, absoluto, irreparable. Unos cuantos retratos más empezaron a moverse. El terror que le producía la idea de que lo interrogaran impulsó a Harry a cruzar la habitación a grandes zancadas y a llevar una mano al picaporte de la puerta. Pero ésta no se abrió. Harry estaba encerrado.

—Supongo que esto significa que Dumbledore volverá a estar pronto entre nosotros —aventuró el mago corpulento de nariz roja que colgaba en la pared, detrás de la mesa del director. Harry se dio la vuelta y vio que el mago lo observaba con mucho interés. El chico asintió y tiró otra vez del picaporte sin volverse, pero la puerta seguía cerrada—. Cuánto me alegro —comentó el mago—. Nos hemos aburrido mucho sin él. —Se acomodó en el sitial en que lo habían retratado y sonrió benignamente a Harry—. Dumbledore tiene muy buena opinión de ti, como ya debes de saber —continuó—. Sí, ya lo creo. Te tiene en gran estima.

El sentimiento de culpa que llenaba el agujero que Harry tenía en el pecho, una especie de monstruoso y pesado parásito, empezó a retorcerse y contorsionarse. Harry ya no podía más, no soportaba ser quien era.

Nunca se había sentido tan atrapado por su propia mente y por su propio cuerpo, y nunca había deseado con tanta intensidad ser otra persona o tener cualquier otra identidad.

Andrea Bletchley y la orden del fénix ☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora