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Llegué a The Grove perseguido por un gélido viento de enero. Los árboles desnudos hacían guardia como esqueletos a lo largo de la carretera. El cielo estaba blanco, cargado de nieve todavía por caer.

Me detuve frente a la entrada y saqué el paquete de tabaco del bolsillo. Llevaba más de una semana sin fumar; me había prometido que esta vez lo haría de verdad, que iba a dejarlo para siempre. Y sin embargo, ahí estaba, rindiéndome ya.

Me encendí uno, medio enfadado conmigo mismo. Los psicoterapeutas suelen ver el hábito de fumar como una adicción no resuelta, algo que cualquier terapeuta decente debería tener trabajado y superado.

No quería entrar oliendo a tabaco, así que me metí un par de caramelitos de menta en la boca y los mastiqué mientras fumaba, dando saltitos sobre uno y otro pies.

Estaba temblando; aunque, si soy sincero, era más por los nervios que por el frío. Empezaba a sentir dudas.

Mi superior en Broadmoor no había tenido ningún reparo en decirme que cometía un error. Me insinuó que con mi partida estaba truncando una carrera prometedora, y que The Grove le daba mala espina, sobre todo el profesor Smith.

—Un hombre poco ortodoxo. Trabaja mucho con relaciones de grupo, colaboró con Foulkes una temporada. En los ochenta montó una especie de comunidad terapéutica alternativa en Hertfordshire. Esos modelos de terapia no son económicamente viables, sobre todo hoy en día... —dudó un segundo, luego continuó en voz más baja—. No pretendo asustarte, Levi, pero he oído rumores de que van a cerrar ese sitio. Podrías encontrarte sin trabajo dentro de seis meses... ¿Estás seguro de que no quieres pensártelo mejor?

Dudé, pero solo por educación.

—Bastante seguro —dije.

Sacudió la cabeza.

—A mí me parece un suicidio profesional, pero si ya has tomado una decisión...

No le dije nada de Hange Berner, de mi deseo de tratarla. Podría haberlo expuesto en términos que él pudiera entender: que trabajar con ella tal vez me permitiría publicar un libro, un artículo o algo parecido o alguna publicación de algún tipo. Pero sabía que no tenía mucho sentido, porque de todas formas me habría dicho que cometía un error.

Tal vez tuviera razón. Estaba a punto de averiguarlo.

Apagué el cigarrillo, desterré los nervios y entré.

The Grove se encontraba en la parte más antigua del hospital de Edgware. El edificio victoriano de ladrillo rojo original llevaba años rodeado y empequeñecido por ampliaciones y extensiones, más grandes y en su mayoría más feas.

The Grove se encontraba en el corazón de ese complejo. Lo único que insinuaba lo peligroso de sus ocupantes era una línea de cámaras de seguridad encaramadas a las vallas como vigilantes aves de presa. En la recepción habían hecho todos los esfuerzos posibles por parecer acogedores: grandes sofás de color azul, obras artísticas burdas e infantiles hechas por las pacientes —todas mujeres— colgadas en las paredes. Casi parecía más una guardería que una unidad psiquiátrica de seguridad.

Un hombre alto apareció de pronto a mi lado. Me sonrió y alargó la mano hacia mí. Se presentó como Yuri, enfermero psiquiátrico jefe.

—Bienvenido a The Grove. Me temo que no tenemos un gran comité de bienvenida. Solo yo.

Yuri era apuesto, fornido, y no llegaba a los cuarenta años de edad. Tenía el pelo oscuro y un tatuaje tribal que le trepaba por el cuello desde debajo de la ropa. Olía a tabaco y a una loción para después del afeitado demasiado dulce. Aunque hablaba con un ligero acento, su inglés era perfecto.

—Soy de Letonia y vivo en Londres desde hace siete años. No sabía ni una palabra de inglés cuando llegué, pero al cabo de un año lo hablaba con fluidez.

—Muy impresionante.

—No creas. El inglés es un idioma fácil. Deberías intentar aprender letón.

Se rio y alargó una mano hacia la cadena con llaves tintineantes que colgaba de su cinturón. Desenganchó un juego y me lo entregó.

—Necesitarás esto para entrar en las habitaciones individuales, y también hay códigos que tendrás que aprenderte para acceder a las diferentes salas.

—Son muchas. En Broadmoor tenía menos llaves.

—Sí, bueno. Hemos aumentado bastante la seguridad hace poco. Desde que llegó Stephanie.

—¿Quién es Stephanie?

Yuri no contestó, solo hizo un gesto con la cabeza en dirección a una mujer que salía de la oficina que había tras el mostrador de recepción.

Era caribeña, de cuarenta y tantos años, y tenía una melena corta de ángulos duros.

—Yo soy Stephanie Clarke, la directora de The Grove.

Stephanie me ofreció una sonrisa poco convincente. Cuando le estreché la mano, noté que apretaba con más firmeza y fuerza que Yuri, y que resultaba bastante menos acogedora.

—Como directora de esta unidad, la seguridad es mi máxima prioridad. La seguridad tanto de las pacientes como del personal. Si no se siente usted seguro, entonces tampoco lo estarán sus pacientes —acto seguido me entregó un pequeño dispositivo: una alarma personal contra ataques—. Lleve esto encima en todo momento. No la deje en el despacho.

Resistí el impulso de contestar con un «Sí, señora». Era mejor tenerla de buenas conmigo si quería que mi vida fuese fácil. Esa había sido mi táctica con anteriores directores de  departamento autoritarios: evitar la confrontación y no ser detectado por su radar.

—Me alegro de conocerla, Stephanie —sonreí.

Stephanie asintió, pero no correspondió a mi sonrisa.

—Yuri lo acompañará a su despacho —dio media vuelta y se alejó sin mirarnos siquiera.

—Ven conmigo —dijo Yuri.

Fui con él a la entrada de la unidad: una gran puerta de acero reforzado. Junto a ella había un detector de metales operado por un guardia de seguridad.

—Estoy seguro de que sabes de que se trata esto —comentó Yuri—. Ningún objeto punzante, nada que pudiera usarse como arma.

—Ni encendedores—añadió el guardia de seguridad mientras me cacheaba y sacaba el mechero de mi bolsillo con una mirada acusadora.

—Lo siento. Había olvidado que lo llevaba conmigo.

Yuri me hizo una señal para que lo siguiera.

—Te enseñaré tu despacho. Ahora están todos en la reunión de comunidad terapéutica, así que esto está bastante tranquilo.

—¿Puedo ir con ellos?

—¿A la reunión de comunidad? —Yuri se sorprendió—. ¿No prefieres instalarte primero?

—Puedo instalarme más tarde. Si a ti no te importa.

Se encogió de hombros.

—Como prefieras. Por aquí.

Me condujo por unos pasillos interconectados en los que nos íbamos encontrando con puertas cerradas; una cadencia de portazos y pestillos y llaves girando en las cerraduras.

Avanzábamos despacio.

Era evidente que no se había invertido mucho en el mantenimiento del edificio desde hacía años: la pintura se pelaba en las paredes, y un tenue olor a humedad y decadencia impregnaba los pasillos.

Yuri se detuvo ante una puerta cerrada e hizo un gesto con la cabeza.

—Están ahí dentro. Adelante.

—Muy bien, gracias.

Dudé un instante, mientras me preparaba. Después abrí la puerta y entré.

-Levihan- L.P.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora