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Aquí va una aclaración antes de que continúen.

Las cosas se ponen raras, y pareciera que todo esto que están por leer no tiene nada que ver con lo que sucederá más adelante pero es importante para la trama de lo que viene.

Advertencia:
En este capítulo se hablará de temas delicados como lo son el uso de sustancias prohibidas y la infidelidad, si aún así quieres continuar leyendo eres bienvenido.

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Cuando llegué a casa estaba hecho polvo. La fuerza de la costumbre hizo que encendiera la luz del pasillo aunque la bombilla estaba fundida.

Queríamos cambiarla, pero siempre se nos olvidaba. Supe al instante que Kathy no estaba en casa. Había demasiado silencio, y ella era incapaz de estar callada. No es que fuese escandalosa, pero su mundo estaba lleno de sonidos: conversaciones telefónicas, recitados de líneas teatrales, películas en la tele, canciones, tarareos, grupos de los que yo nunca había oído hablar. Pero el lugar estaba silencioso como una tumba.

La llamé. La fuerza de la costumbre, de nuevo... ¿O tal vez el sentimiento de culpa, que me empujaba a asegurarme de que estaba solo antes de cometer una transgresión?

—¿Kathy?

No hubo respuesta. Me abrí camino a oscuras y llegué al salón. Encendí la luz.

La habitación se abalanzó sobre mí como hacen las salas con muebles nuevos hasta que has tenido tiempo de acostumbrarte a ellos: sillas nuevas, cojines nuevos; colores nuevos, rojos y amarillos donde antes habían estado el blanco y el negro.

Sobre la mesa había un jarrón de lirios rosa —las flores preferidas de Kathy—; su fuerte aroma almizclado cargaba el ambiente y hacía que costase respirar.

¿Qué hora era? Las ocho y media.

¿Dónde estaba Kathy?
¿Ensayando?

Participaba en una nueva producción de Otelo con la Royal Shakespeare Company y no iba demasiado bien. Los interminables ensayos habían empezado a pasarle factura. Estaba visiblemente cansada, pálida, más flaca de lo habitual, luchando contra un resfriado. «Estoy enferma todo el tiempo, mierda —decía—. Estoy agotada.»

Y era cierto, llegaba de los ensayos más tarde cada noche, y con un aspecto terrible. Bostezaba y se iba directa a la cama. Así que lo más seguro era que no llegara a casa hasta al menos un par de horas después.

Decidí arriesgarme.

Saqué el bote de mariguana de su escondite y empecé a fumarme un porro. Fumaba marihuana desde la universidad. Mi primer encuentro con ella tuvo lugar durante el primer semestre, solo y sin amigos en una fiesta de estudiantes de primer año, demasiado paralizado por el miedo para iniciar una conversación con ninguno de los jóvenes guapos y seguros que había a mi alrededor. Ya estaba planeando mi huida cuando la chica que tenía al lado me ofreció algo. Pensé que era un cigarrillo hasta que olí el humo negro que ascendía en volutas acres y especiadas. Demasiado tímido para rechazarlo, acepté el porro y me lo llevé a los labios. Estaba mal hecho y se deshacía, se desenrollaba por la punta. La boquilla estaba húmeda y manchada del rojo de su labial. Tenía un sabor diferente del de un cigarrillo; más intenso, más puro, más exótico. Me tragué el humo espeso e intenté no toser. Al principio lo único que sentí fue ligereza en los pies. Igual que con el sexo, estaba claro que con la marihuana se armaba más revuelo del que merecía.

Y entonces, como un minuto después más o menos, ocurrió algo. Algo increíble. Fue como si me empapara una ola enorme de bienestar. Me sentí seguro, relajado, completamente a gusto, bobo y desinhibido.Y no hizo falta más. No tardé mucho en fumar mariguana a diario. Se convirtió en mi mejor amiga, mi inspiración, mi consuelo. Un interminable ritual de rellenar, lamer, encender.

-Levihan- L.P.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora