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Esa tarde fui a Cambridge a ver al primo de Hange, Paul Rose.

A medida que el tren se acercaba a la estación, el paisaje se hizo más llano y los campos se abrieron a una gran extensión de fría luz azul. Me alegraba de haber salido de Londres; allí el cielo era menos opresivo y se respiraba mejor.

Bajé del tren junto con un desfile de estudiantes y turistas, y usé el mapa del teléfono para guiarme. Las calles estaban tranquilas; oía el eco de mis pasos sobre la acera. La calzada se interrumpió de repente, y por delante solo vi un páramo, tierra lodosa y hierba que llegaban hasta el río.

Una única casa se alzaba solitaria junto a la orilla. Tenaz e imponente, como un enorme ladrillo rojo lanzado al barro. Era una casa fea, una monstruosidad victoriana.

Las paredes estaban recubiertas de hiedra crecida y el jardín había sido invadido por plantas, malas hierbas casi todas ellas. Tuve la sensación de que la naturaleza conquistaba, reclamaba el territorio que una vez fuera suyo.

Aquella era la casa donde nació Hange.

Allí pasó los primeros dieciocho años de su vida.

Dentro de esas paredes se había formado su personalidad; las raíces de su vida adulta,todas las causas y las decisiones subsiguientes, estaban enterradas allí. Aveces es difícil comprender por qué las respuestas al presente se encuentran en el pasado.

Una sencilla analogía puede resultar útil: una destacada psiquiatra especializada en abusos sexuales me dijo una vez que,en treinta años de trabajo exhaustivo con pedófilos, nunca había conocido a ninguno del que no hubieran abusado cuando era niño.

Eso no significa que todos los niños víctimas de abusos hayan de convertirse en pederastas, pero es imposible que alguien que nunca los ha sufrido acabe cometiéndolos.

Nadie nace malo.

Como escribió Winnicott: «Un bebé no puede odiar a la madre sin que la madre odie antes al bebé».

De bebés somos esponjas inocentes, tablas rasas, solo conocemos las necesidades más básicas: comer, defecar, amar y ser amados. Pero a veces algo sale mal, según las circunstancias que nos encontramos al nacer y la casa en la que crecemos.

Un niño atormentado que sufre malos tratos no podrá vengarse en la vida real, puesto que no está capacitado y no puede defenderse, pero sí puede —y debe— tener fantasías vengativas en su imaginación. La ira, igual que el miedo, es de naturaleza reactiva.

Algo malo le ocurrió a Hange, seguramente en su más tierna infancia, que provocó esos impulsos asesinos que volvieron a surgir al cabo de muchos años.

Sea cual fuere la provocación, no todo el mundo habría tomado el arma y habría disparado así sin más a Moblit a la cara; de hecho, la mayoría de las personas no podrían.

Que Hange lo hubiera hecho indicaba que albergaba algún trastorno en su mundo interior. Por eso para mí era crucial comprender cómo había sido su vida en esa casa, descubrir qué ocurrió para moldearla y convertirla en la persona que llegó a ser: una persona capaz de asesinar.

Me interné más por entre las malas hierbas de ese jardín crecido, apartando las flores silvestres, y fui avanzando a lo largo del lateral de la casa.

En la parte de atrás había un gran sauce llorón: un árbol bello, majestuoso, con largas ramas desnudas que caían hasta el suelo.

Me imagine a Hange jugando allí de niña, en ese mundo mágico y secreto de debajo de sus ramas. Sonreí.Y, de repente, me sentí incómodo. Sentía los ojos de alguien clavados en mí.

Me volví hacia la casa. En una de las ventanas del piso superior había un rostro. Una cara fea, una cara anciana apretada contra el cristal; me miraba.

Sentí un extraño e inexplicable escalofrío de miedo.No oí los pasos detrás de mí hasta que fue demasiado tarde.

Se oyó un golpe, un gran golpe sordo, y sentí un latigazo de dolor en la nuca.

Todo se volvió negro

-Levihan- L.P.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora