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El patio estaba lleno de pacientes.

Se encontraban reunidas en sus grupos habituales, chismorreando, discutiendo, fumando; algunas se abrazaban a sí mismas y daban fuertes pisotones para entrar en calor.

Hange se llevó el cigarrillo a los labios sosteniéndolo entre sus largos y finos dedos.

Se lo encendí.

Cuando la llama prendió en la punta, se oyó un chisporroteo y se vio brillar un ascua roja. Inhaló deprisa, sin apartar sus ojos de los míos.

Casi parecía divertida.

—¿Tú no vas a fumar? ¿O es que no es apropiado compartir un cigarrillo con una paciente?

«Se está burlando de mí», pensé.

Pero estaba en su derecho: no existía ninguna norma que prohibiera a un miembro de la plantilla fumarse un cigarrillo con una paciente. Cuando el personal fumaba, sin embargo, solía hacerlo a escondidas, escabulléndose a la escalera de incendios que había en la parte de atrás del edificio.

Jamás delante de las pacientes.

Estar en aquel patio fumando con ella me pareció una transgresión. Y tal vez solo lo imaginaba, pero me sentía observado.

Sentía a Christian espiándome desde la ventana. Sus palabras volvieron a mí: «Las limítrofes son seductoras».

Miré a Hange a los ojos. No eran seductores, ni siquiera transmitían simpatía. Tras ellos se ocultaba una mente feroz, una inteligencia afilada que solo estaba empezando a despertar.

Hange Berner era una fuerza que había que tener en cuenta, comprendí entonces.Tal vez por eso Christian había sentido la necesidad de sedarla.

¿Le daría miedo lo que pudiera hacer, lo que pudiera decir? Yo mismo estaba un poco asustado; no exactamente asustado, pero sí alerta, inquieto.

Sabía que debía mirar dónde pisaba.

—¿Por qué no? —dije—. Me fumaré uno también.

Me llevé un cigarrillo a los labios y lo encendí.

Fumamos un momento en silencio, mirándonos a los ojos, a solo unos centímetros el uno del otro, hasta que sentí una extraña vergüenza adolescente y aparté la mirada.

Intenté disimular haciendo un gesto en dirección al patio.

—¿Quieres que paseemos mientras hablamos?

Hange asintió con la cabeza.

—Está bien.

Empezamos a dar vueltas junto a la pared, recorriendo el perímetro del patio. Las demás pacientes nos miraban.

Me pregunté qué estaría pensando.

A Hange no parecía importarle.

Ni siquiera parecía percatarse de que estuvieran ahí. Caminamos un rato en silencio y, al final, dijo:

—¿Quieres que continúe?

—Si tú quieres, sí... ¿Estás lista?

Asintió.

—Sí.

—¿Qué ocurrió cuando estuviste dentro de la casa?

—El hombre dijo... dijo que quería beber algo, así que le di una de las cervezas de Moblit. Yo no bebo cerveza. No tenía nada más en casa.

—¿Y entonces?

—Habló.

—Sobre qué.

—No lo recuerdo.

-Levihan- L.P.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora