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—Hoy la sensación es muy diferente a la última vez —comenté.

Ninguna respuesta.

Hange estaba sentada en una silla delante de mí, con la cabeza algo vuelta hacia la ventana. Permanecía inmóvil, con la espalda rígida y recta. Parecía una chelista. O una soldado.

—Estoy pensando en cómo terminó la última sesión. Cuando me agrediste físicamente y hubo que sujetarte.

Ninguna reacción. Dudé.

—Me pregunto si lo hiciste como una especie de prueba. ¿Para ver de qué estoy hecho, quizá? Me parece importante que sepas que no es fácil intimidarme. Puedo soportar cualquier cosa que me eches encima. 

Ella seguía mirando por la ventana, al cielo gris de más allá de los barrotes. Esperé un momento antes de continuar.

—Hay algo que necesito decirte, Hange: estoy de tu parte. Espero que algún día llegues a creerlo. Por supuesto, generar confianza lleva su tiempo. Mi antigua terapeuta solía decir que la intimidad requiere de la experiencia repetida de recibir respuesta..., y eso no sucede de la noche a la mañana.

Hange me miró, sin parpadear, con una mirada inescrutable. Pasaron los minutos. 

Aquello daba la sensación de ser una prueba de resistencia más que una sesión de terapia.

Por lo que parecía, no estaba avanzando en ninguna dirección. Quizá nada de aquello tuviera sentido. Christian había acertado al señalar que las ratas huyen de los barcos que se hunden. ¿Qué carajos hacía yo encaramándome a ese navío que hacía agua por todas partes, amarrándome al palo mayor y preparándome para ahogarme?

La respuesta, desde luego, estaba sentada delante de mí. Hange, tal como la había descrito Smith, era una sirena silenciosa que me atraía hacia mi aciago destino. 

Sentí una desesperación repentina. Quería gritarle: «¡Di algo! ¡Lo que sea, pero habla!».

No lo hice, claro, pero en cambio rompí con la tradición terapéutica. Dejé de pisar con cuidado y fui directo al grano: 

—Me gustaría hablar acerca de tu silencio. Acerca de lo que significa..., de cómo es vivirlo. Y, en concreto, de por qué dejaste de hablar.

Hange no me miraba. ¿Me estaba escuchando siquiera?

—Sentado aquí contigo, hay una imagen que no deja de venirme a la mente: la imagen de alguien que se muerde el puño, que reprime un grito, que se traga un chillido. Recuerdo la primera vez que fui a terapia. Me resultaba muy difícil llorar. Temía que me superase y se me fuera de las manos. Tal vez sea así como te sientes tú. Por eso es importante que te tomes tu tiempo para sentirte segura, y puedes confiar en que no estarás sola en esta pelea, en que yo me meteré en el agua contigo.

Silencio.

—Pienso en mí mismo como en un terapeuta relacional. ¿Sabes lo que significa eso?

Silencio.

—Significa que, en mi opinión, Freud se equivocaba en un par de cosas. No creo que un terapeuta pueda ser nunca una tabla rasa, como él pretendía. Sin quererlo, dejamos entrever toda clase de información sobre nosotros mismos: por el color de mis calcetines, por cómo estoy sentado o la forma que tengo de hablar. Solo estando aquí contigo revelo mucho acerca de mí mismo. A pesar de todos mis esfuerzos por ser invisible, te estoy mostrando quién soy.

Hange levantó la mirada. Me miró, la barbilla ligeramente inclinada; ¿había desafío en esa mirada? Por fin tenía su atención. Me removí en la silla.

—El caso es: ¿qué podemos hacer al respecto? Podemos pasarlo por alto y negarlo, y fingir que esta terapia solo te concierne a ti. O podemos reconocer que es una calle de doble sentido y trabajar con eso. Y entonces, por fin, podremos empezar a llegar a alguna parte.

Levanté una mano. Señalé mi alianza con un gesto de la cabeza.

—Este anillo te dice algo, ¿verdad? 

Los ojos de Hange se movieron despacísimo en dirección al anillo.

—Te dice que soy un hombre casado. Te dice que tengo esposa. Hace casi nueve años que estamos casados.

No hubo reacción, y sin embargo Hange no apartaba los ojos del anillo.

—Tú estuviste casada durante siete años, ¿verdad?

Ninguna respuesta.

—Quiero mucho a mi mujer. ¿Tú querías a tu marido?

Hange movió los ojos. Apuntaron a mi cara como una flecha. Nos estábamos mirando.

—El amor abarca toda clase de sentimientos, ¿verdad? Buenos y malos. Yo quiero a mi mujer, que se llama Kathy, pero a veces me enfado con ella. A veces... la odio.

Hange no dejaba de mirarme; me sentía como un conejo frente a los faros de un coche, paralizado, incapaz de apartar la mirada y de moverme. La alarma contra ataques estaba sobre la mesa, a mi alcance. Hice un esfuerzo consciente para no volver la mirada hacia allí. Sabía que no debía continuar hablando, que debía callarme ya, pero no podía parar. 

Seguí compulsivamente:

—Y cuando digo que la odio, no quiero decir que «todo yo» la odie. Solo es una parte de mí la que odia. Se trata de mantener el contacto con ambas partes a la vez. Parte de ti amaba a Moblit. Parte de ti lo odiaba.

Hange sacudió la cabeza: no. Un movimiento breve, pero claro. Por fin: una respuesta. Sentí una emoción repentina. 

Debería haberme detenido ahí, pero no lo hice.

—Parte de ti lo odiaba —repetí con más firmeza.

Otra negación de cabeza. Sus ojos ardientes me atravesaban. Se está enfadando, pensé.

—Es cierto, Hange. Si no, no lo habrías matado.

Saltó de repente. Pensé que se me iba a echar encima, y mi cuerpo se tensó ante la expectativa. Sin embargo, en lugar de eso, se volvió y se encaminó hacia la puerta. Empezó a golpearla con los puños.

Se oyó el ruido de una llave girando... y Yuri abrió la puerta de golpe. Pareció aliviado al ver que Hange no me estaba estrangulando en el suelo. Ella lo apartó de en medio y salió corriendo al pasillo.

—Calma, más despacio, cielo —dijo él, y se volvió para mirarme—. ¿Todo bien? ¿Qué ha pasado?

No contesté. Yuri me dirigió una mirada extrañada y se marchó. Me quedé solo.

«Imbécil —dije para mis adentros—. Eres un imbécil.»

¿Qué acababa de hacer? La había presionado demasiado, con demasiada intensidad y demasiado pronto. Era terriblemente poco profesional, por no decir de una ineptitud de cojones. Mi actitud desvelaba muchísimo más de mi estado mental que del de ella.

Sin embargo, eso era lo que te hacía Hange. Su silencio era como un espejo: te devolvía tu propio reflejo.Y a menudo era una visión espantosa.

-Levihan- L.P.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora