Amor de escolares

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Era una niña que en verano vestía de salitre su piel desnuda. Le chiflaban los vestidos de princesa, pero la mitad del tiempo se disfrazaba de pilluelo, más a conjunto con sus zapatillas embarradas y los raspones en las rodillas (heridas de guerra de escalar árboles, explorar bosques y construir cabañas). Se prendía flores en la melena corta y le gustaba llevar el cielo entero en los ojos. Sonreía siempre de improviso, asomada a su mundo, misterioso e inalcanzable, dueña siempre de un chiste secreto que raramente compartía. Su nariz entre las páginas de un libro y su mente lejos, conquistando el horizonte con los pájaros de su cabeza.

Y así me enamoré de ella con toda la intensa inocencia del primer amor de escolares. De meriendas con sabor a pan con chocolate, de katiuskas amarillas saltando sobre charcos, del aroma a tierra mojada que anuncia tormenta, del chirrido de los columpios que alcanzan las nubes, de arrecifes que esconden barcos hundidos, de túneles para contrabando pirata y arco iris que son puentes para duendes.

Así la quise.

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