El sabor de un nombre

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La llamó por su nombre.

Lo hizo despacio, paladeando cada sílaba como si fuera el último helado de aquel verano. Saboreándola en cada letra.

Ambos eran expertos en despedidas y desde el principio habían presentido aquella.

De modo que se habían amado sin remordimientos. Quemando todos los puentes, saltando sobre las hogueras, bailando entre los rescoldos de pasiones que se reavivaban en el ocaso de sus ojos. Habían sido estrellas fugaces en una noche de perseidas, consumiendo todos los deseos antes de caer.

Se habían amado como solo se ama a contrarreloj, con prisa, sin pausa. Como solo se ama en playas exóticas de tierras ajenas. Sin vergüenza. Sin tapujos. Sin etiquetas. Como solo aman los intrusos, los ladrones de un pedacito del "felices para siempre".

Y por eso, con el presagio de que sería la última vez que la llamara, degustó su nombre y en él los lánguidos rayos del sol de finales de agosto dorando su piel desnuda, el salitre del mar en sus labios y la arena blanca de aquella playa que quedaría siempre adherida a su recuerdo.

Entonces ya sabía que la querría toda una vida. Como se quiere a los amores con fecha de caducidad prematura, a los que se cercenan antes de marchitarse, a los que nunca acaban en el recuerdo.

A los amores de un verano.

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