Un último ramo de violetas

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Presintió el dolor antes de sentirlo en el arco que dibujaba su mano alzada contra el viento.
La bofetada sonó como un aplauso solitario en el silencio de la noche.
Mientras caía, con la inercia aprendida de la experiencia, sus ojos se posaron en el ramo de violetas sobre la mesa del comedor. Se habían marchitado.

Había sido su último regalo, su amago de disculpa, después de otra noche de silencio roto por aplausos sordos como aquella.
Siempre era un ramo de violetas.
Cada pétalo inscrito con una promesa. Las promesas como las flores siempre se acababan marchitado y entonces regresaba la Bestia.

Llevaba años conviviendo con ella. La conocía bien. Sus ojos inyectados en sangre. Su olor rancio a sudor viejo y alcohol barato. El veneno que rezumaban sus fauces.

Había intentado aprender sus normas, reconocer sus pautas, interiorizar sus horarios. En vano.

¿Qué había hecho esta vez?

Quizás su falda era demasiado corta o demasiado roja. Quizás había hablado demasiado o demasiado poco. Quizás le había sonreído al carnicero o el vecino la había saludado demasiado simpático.

Demasiado poco. Demasiado mucho.

Agazapada en un ovillo sobre el suelo imaginó que estaba hecha de lana y que los golpes no dolían. Se conocía de memoria el  patrón de la baldosa de la cocina.

Ahora solo quedaba esperar a que el monstruo se agotara. Después quedaría el hombre, maltrecho, desecho en remordimiento. El hombre que la amaba. El hombre que convivía con el monstruo. El hombre que amaba.

Pero aquella noche el monstruo venció al hombre. Y cuando el mundo comenzó a apagarse, cuando el terror atenazó el latido irregular de su corazón, sus ojos se encontraron una única vez con la Bestia. Y comprendió demasiado tarde que nunca habían convivido el monstruo y el hombre, que tan solo existía la Bestia con piel de humano.

Cuando la oscuridad se cernió sobre ella con promesas de silencio y paz, de pronto volvió a ser una niña que corría descalza por los campos de cultivo. Corría de regreso a casa, a los brazos fuertes de su padre, a la cálida sonrisa de su madre. Al amor. El verdadero amor, el que no dolía, el que no dañaba... ¿Cómo había podido olvidarlo?

Entreabrió los ojos y el amanecer despuntaba tras la ventana tiñendo de tonos ceniza la casa. Un monstruo desecho, roto, maltrecho, un despojo de humanidad, descansaba sentado sobre una silla con la cabeza vencida entre las manos. Junto a su codo un jarrón volcado y desparramados sobre la mesa y el suelo los pétalos marchitos de un ramo de violetas.

Se prometió entonces que aquel sería el último.

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