Capítulo 1

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El vaivén del barco era ya un compañero monótono, el sonido de las olas golpeando contra las maderas, el hedor de cuerpos urgidos de higiene... el hambre y la sed... la tristeza, la frustración. Todo sumaba al silencio sepulcral en ese calabozo donde cuatro prisioneros compartían el reducido espacio... bueno, Mérida estaba segura de que a esas alturas eran sólo tres. 

Los demás no querían aceptarlo y ninguno estaba dispuesto a comprobarlo, pero el joven Dingwall llevaba horas sin moverse en aquel rincón. Tendido sobre su costado y dándoles la espalda en posición fetal, se había acurrucado sobre el montón de paja... para descansar los ojos había dicho... pero eso había sido hace... ¿horas? ¿un día?

Todos apestaban, el lugar en sí apestaba.

Mérida apoyó la cabeza en las rejas, sus largos rizos escarlata estaban enredados y sucios, el cabello pesado entremezclado con sangre seca, sudor y la mugre de la batalla que la había llevado a ese lugar.

Estaba cansada, dormía muy poco, el miedo y la paranoia la mantenían despierta. Miedo por su familia, miedo por su gente, miedo por todo lo que habían perdido y que aún faltaba por perder. Porque no se terminaría ahí ¿cierto? No, no sería sólo eso, esa pesadilla tendría que seguir.

Paranoia... bueno, porque como a toda muchacha del estrato social que fueran se le había enseñado lo peligrosos que son los hombres cuando se les somete al encierro y se los desarma.

Su madre, Elinor, había luchado toda la vida por convertirla en una dama digna y apropiada, la había instruido en modales y etiqueta, buen gusto y conversación, cultura y una amplia educación... Pero también, desde muy niña le dejó en claro que en ocasiones los hombres no son hombres, sino animales. Mérida siempre se preguntó si acaso los niños recibían la misma educación, y si por tanto, eventualmente terminaban aprendiendo que llegado el momento tenían permitido actuar como animales, y peor aún, estar justificados a ello.

"Mamá... mamá... Espero que estés bien, que todos estén bien" pensó con anhelo.

Se abrazó a sí misma y presionó el cuerpo contra las rejas. Todo en su lenguaje corporal era cerrado, y pese a ello, los primeros días Macintosh había intentado estar cerca, tocarle la espalda y los brazos, abrazarla incluso, como si Mérida necesitara consuelo. Mérida no necesitaba un hombro donde llorar, necesitaba salir de ese lugar, y caer en la desolación no ayudaría en nada.

Quizás era él quien necesitaba consuelo, y en lugar de pedirlo lo volcaba en ella, pues aun en semejante situación estaba ese ego masculino que agotaba a Mérida. No tenía tiempo para consolar a nadie, apenas si podía mantenerse a sí misma en una pieza.

Estaba harta del movimiento del barco, ese vaivén que parecía nunca terminarse, y que tampoco estaba segura de querer que terminara. Porque en cuanto esa prisión flotante dejara de moverse significaría que habrían llegado a destino, y ese destino no podía ser bueno para un grupo de prisioneros de guerra. ¿Prisioneros? No... botín, eran regalías de una batalla, estratégicamente elegidos.

Mérida se dio el lujo de cerrar los ojos un momento, a diario se torturaba de esa forma, recordando el momento en que todo había colapsado, repasando lo que podría haber sido diferente para evitar esa catástrofe... pero siempre llegaba a la misma conclusión: no estaban preparados.

Habían vivido en paz por tanto tiempo, la vida había sido tan buena y próspera que simplemente... bajaron la guardia.

–Veintiún primaveras –dijo Elinor aquella mañana al entrar a su habitación–. Eres toda una mujer.

–No me siento mayor –rió Mérida ajustando el cinto a su cadera.

–No, y para mí siempre serás mi pequeña... mi pequeña valiente.

Valiente IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora