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Si algo pudiera definirla en aquel momento, era la sensación de estar bien pero a la vez vacía.

Sus pies descalzos sentían la arena colarse entre sus dedos y su respiración se calmaba al llegar a la orilla.

A sus espaldas: un acantilado, el faro y la casa del farero.

Unas gaviotas revoloteaban sobre su cabeza y la fría brisa salada le obligaba a enfundarse una sudadera.

El reloj de su muñeca, ese diminuto que algún día perteneció a su abuela, mostraba las nueve en punto de la tarde, y el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte.

Un último suspiro y volvió sus pasos a las tablas de madera por las que había venido.

Subió el acantilado descalza, sintiendo ahora la hierba entre sus pies.

En un momento dado se detuvo a observar el firmamento y una leve sonrisa se instauró en su cara segundos después.

La luna menguante era tan fina como un hilo y las estrellas comenzaban a aparecer despidiendo al sol.

Llegó a su casa minutos después y tras dejar los zapatos en la entrada para no ensuciar nada, subió a su habitación a cambiarse de ropa.

Bajó momentos después y su madre la recibió con una sonrisa.

- Siéntate a la mesa, la cena está casi lista - le informó.

La chica sonrió y se acomodó su ondulado y largo cabello tras la oreja.

Era indudablemente preciosa.

Su fino rostro resaltaba sus intensos ojos que a nadie le pasaban desapercibidos.
Su cabello era sano, largo, castaño y ondulado.
Su piel se tornaba más intensa en esta época veraniega y sus mejillas se sonrojaban detallando sus innumerables lunares.

Poco tardó su progenitora en llevar hasta la mesa una cazuela con la cena.

Y en aquel instante se vio con fuerzas para advertir a su madre de aquello que llevaba planeando desde meses atrás.

- Me voy, mamá - soltó sin añadir más.

A la mujer se le escurrieron los cubiertos de la mano ante la sorpresa de la dicha y su cara tornó a un color pálido.

- ¿Qué estás diciendo? - preguntó con cierto miedo.

- Que me voy - repitió la chica -. Me marcho de casa, lejos además.

Juraría que los ojos de su madre se aguaron con aquellas palabras.

La seguridad con la que reprodució el mensaje hizo temblar a la mujer y se sintió culpable.

Culpable y mal.

Pero la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

Se marchaba.

- ¿Pero cómo? ¿Dónde? Si apenas eres una niña, Eva.

La chica acarició con dulzura una de las manos de la mujer y sonrió con ternura.

- Ya no soy una niña mamá, cumpliré veinte este año y va siendo hora de empezar a vivir por mí misma - explicó -. Sé que quizás no lo entiendas y no lo aceptes, pero he encontrado un posible trabajo en una isla griega.

Entonces sí, la cara de la madre expresó el enfado y a la vez la tristeza que sentía.

- ¿Te das cuenta cómo de lejos está Grecia? Debe haber miles de oportunidades de trabajo aquí en Galicia, incluso por España, ¿es necesario que te vayas tan lejos?

- La decisión está tomada mamá, he hablado con una señora que regenta un bar en el centro, necesitan camareros y aunque no es para lo que me he estado preparando estos años, por algo se empieza.

La mujer se levantó de la mesa bajo la atenta mirada de su hija y llevó sus manos a su pelo.

- Eva, ni siquiera tienes por seguro poder vivir con el poco sueldo que ganes en ese puesto - le dijo alzando la voz -. No pienso permitir que cometas semejante locura.

Esta vez fue la chica quién adquirió un tono molesto y se levantó de la mesa también para contestar a su madre.

- Sabía que no lo ibas a entender y que esto pasaría, pero yo no puedo seguir más tiempo aquí - le espetó -. Me ahogo, mamá, necesito salir y vivir, sentirme productiva y conocer el mundo, enfrentarme a las dificultades que la vida me ponga. Si no es así, no voy a lograr crecer nunca.

- Esto solo son estupideces, se te pasará el capricho y me darás la razón - insistió la mujer.

- No, esta vez no, lo siento.

Dicho esto, tomó de nuevo su sudadera y salió de la casa ignorando los gritos de su madre que le pedía que volviera, que la conversación no había terminado.

El paisaje era oscuro y tan solo rompía el silencio de la noche el sonido de las olas del mar de fondo.

Siguiendo la luz del faro, sus pasos no pudieron dirigirse a otro lugar que allí mismo.

A los pies de aquella construcción cualquier persona se asemejaría a una hormiga.

A su derecha pudo observar como en la casa del farero, un hombre mayor llamado Antón, aún quedaban algunas luces encendidas.

Abrió la verja que daba a la parcela donde se encontraba el faro de un leve empujón, y de debajo de una piedra sacó la llave que abría la puerta que permitía la entrada a este.

Subió la larga escalera de caracol y al llegar a lo más alto, la intensa luz giratoria le cegó.

Por suerte, conocía aquel lugar a la perfección después de tantos años, y caminando con cuidado se sentó en el suelo en un reducido lugar donde la luz no pasaba.

Sin saber cómo, y sin quererlo, había comenzado a llorar en algún momento y se veía obligada a secar sus lágrimas en la manga de su sudadera.

El horizonte casi no se distinguía ya debido a la oscuridad de la noche.

Miró al cielo y buscó la estrella más brillante, e inevitablemente sonrió.

Su abuela, cuando ella era pequeña, siempre le recordaba que si alguna vez faltaba, la buscara en las estrellas. Siempre le decía que nunca la dejaría sola, que cuando más la necesitara sería la más brillante en el firmamento.

Y en ese momento la necesitaba más que nunca.

Sacó del bolsillo trasero de su pantalón un papel doblado.

Al desdoblarlo comprobó el número de teléfono que ella misma había escrito a mano en aquel folleto que promocionaba la idílica isla de Mykonos en Grecia.

Volvió a suspirar.

No podía echarse atrás, no ahora.

***

Perdón por el retraso.

Aquí tenéis el primer capítulo.

Espero que lo disfrutéis y que me contéis que os parece de momento.

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Firmando HistoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora