Capítulo 03. •Barrio de los Marginados•

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Dejé que el agua escurriera por mi cara. Permanecí inmóvil apoyado al lavamanos, necesitaba un respiro. Me salpiqué un poco más del refrescante líquido en el área de la nuca y cerré el grifo. El espejo frente a mí mostraba un rostro desencajado y marcado por las ojeras. La mala iluminación del baño donde me encontraba describía un lugar nada glamuroso, de azulejos manchados e higiene cuestionable.
En la escasa privacidad pude advertir la mirada nada amigable del resto de los concurrentes, algunos de imagen bastante cuestionable, que dejaba al descubierto el peligro en sus rostros.

Después de andar por un buen rato y atravesar los áridos e irregulares terrenos, estaba al fin en el Barrio de los Marginados, un sitio con más vida de la que creía. Durante el trayecto mi único camino fue el rail en desuso que atravesaba el antiguo cementerio de automóviles. Un paraje desierto y de vegetación casi nula golpeado por el sol. Una caminata agotadora.
Coloqué mi mochila de vuelta al hombro y salí del lavabo del atiborrado café al que había arribado minutos atrás. Un lugar que, construido de cristales tiznados y estructuras metálicas un tanto oxidadas, simulaba el estilo de los viejos locales de los años ochenta; daba a entender que no era más que un edificio improvisado.
—¡Perdona mi torpeza! —mencionó un sujeto desconocido, en clara señal de disculpa, tras tropezar nuestros cuerpos accidentalmente. Sus prominentes rasgos árabes no me pasaron desapercibidos—. Debería fijarme mejor en mi camino.
—No hay problema. —asentí con la cabeza en señal de que todo se encontraba bien. El hombre me observó con detenimiento y una inusual rareza, luego, continuó su camino.
El parloteo de los presentes me devolvió a la realidad. Coloqué la capucha de vuelta sobre mi cabeza, aunque presumía que en un sitio como ese no necesitaría ocultar quien era.
Me acerqué al mostrador y pagué la cuenta del alimento que había recién consumido. La chica situada al otro extremo de la caja, con un porte bastante juvenil y alegre, tomó el dinero con prisas y me dedicó una pícara y a la vez coqueta sonrisa mientras jugaba con su cabello rubio entre los dedos. Hice caso omiso a las claras señales que me lanzaba y le di la espalda sin mucho pesar.
Últimamente me consideraba muy bueno en esto de pasar desapercibido, mas sentía el peso de las miradas curiosas mientras avanzaba hacia la salida del local. «Supongo que no son frecuentes los extraños por esta zona», pensé.
Detuve la marcha por un segundo, deteniéndome frente a la puerta principal del café, era incierto lo que me esperaba en ese barrio, o quién me esperaba. Abrí la puerta de un tirón, cerrándose tras mi paso.

El sol me golpeó sin reparo en el momento en que atravesé el umbral. El bullicio de la variopinta multitud que frecuentaba las calles captó mi atención.
Toda una mixtura de formas, siluetas, incluso tecnologías nada frecuentes me mostraba la mezcla de culturas, dándole al barrio un atractivo único. Entre los supuestos males se respiraba cierto aire de libertad. «Vaya sorpresa», imaginaba todo lo contrario en base a las historias que llegaban a la ciudad.
Un sinfín de apartamentos y casas, construidos de forma vertical, digamos que, no estrictamente alineadas, dibujaban el paisaje, sumado a un amplio número de garitas y tiendas ambulantes que abarrotaban las calles principales.
El olor a comida recién hecha proveniente de los quioscos alrededor, el pregón de los vendedores de coloridos textiles, las mesas cubiertas con las semillas y frutas más inusuales, la enorme tienda de paso con rústicas piezas de reposiciones que a su vez era la más concurrida del mercadillo; toda la actividad y ajetreo diurno se adueñaban del lugar. Incluso me sorprendió ver los pequeños balcones de barandillas con algunas plantas, jardines floridos e invernaderos poblando los tejados.
En las alturas sobrevolaban maquinarias que servían como medio de transporte para entregas ligeras y mensajería, aunque su acabado era poco llamativo.
Todas estas construcciones, callejones, avenidas y mercadillos guiaban al transeúnte hasta una plaza central, donde al parecer se celebraban ceremonias o festivales de alguna índole. Aun así, entre tanta belleza la crueldad existía. «No todo lo que brilla es oro».
«Ojalá, estuvieras aquí», fue lo único que me pasó por la mente en aquel momento. Valía la pena compartir esta experiencia con ella, coincidir en este lugar y poder abrazarla en medio de todo el bullicio. «Eva», la chica rebelde que se adueñó de mi vida.
Encontrarme de pie entre tanta diversidad cultural me hizo volver al pasado, a los recuerdos de esos días en los que mi familia decidía pasar tiempo de calidad. Viajábamos por horas hacia las comunas invernaderos, en las afueras, al sur de la ciudad, siempre tan frescas y florecidas entre tanto verdor, todo un deleite sensitivo. Los lagos artificiales, el aire filtrado por las más precisas tecnologías, el fino rocío que bañaba la vegetación que solo era apreciable en aquel lugar, los paseos en bote y las largas tardes sentados en el muelle viendo a las carpas revolverse en el agua. De algún modo esa sensación la volví a tener al perderme entre las callejuelas del Barrio de los Marginados, un nombre que para nada le hacía justicia.
Un pequeño autónomo con forma de gato negro me abstrajo de mis pensamientos, entorpeciéndome el paso mientras se enredaba entre mis pies. Tan bien fabricado que parecía ronronear justo como lo hacen esos animalitos, creado con magnífica exactitud. Una copia robótica perfecta del reino animal, demostrando una vez más el potencial creativo o mimético del ser humano. Me doblé un poco sobre mis rodillas para sentir su textura entre mis dedos, pero apenas notó mi intención se alejó, perdiéndose a mis espaldas. Me volteé con el objetivo de seguirlo con la vista.
«¿Qué demonios?» De un momento a otro todo se volvió oscuro, sin darme tiempo de reaccionar o pronunciar palabra. Lo último que avisté fue a una silueta extraña e inidentificable que se perdía ante la merma de mi visión. «¿Tal vez el Trío Maravilla?» «¿Mc. Allistar?» Todo era incierto y a la vez posible. El extraño me había rociado con una mezcla de polvos que había terminado nublando mis sentidos y paralizando mi cuerpo. Reinó la oscuridad. El autónomo solo había sido una distracción.
Para mis adentros el flujo del tiempo se detuvo, dejé de sentir. No obstante, me encontraba consciente en el interior, despierto pero incapaz de escuchar, ver o descifrar lo que acontecía, como un alma en agonía varada en medio de la nada. De forma muy lenta fui recobrando los sentidos.

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