Capítulo 10. •Chatarreros•

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Me esforcé por mantener el equilibrio mientras me levantaba tambaleante del suelo. Mi vestimenta, humedecida por la lluvia de la noche anterior, se ceñía ligeramente, como un abrazo ajustado, a mi piel. La tormenta había cesado para entonces.
Tras los reclamos y exigencias de los ladronzuelos me incorporé a la marcha forzada, sin tener otra opción más que seguirle las reglas al juego. Al encararlos, frente a frente, el par ya no parecía tan intimidante.

El primer pensamiento que rondó mi cabeza fue escapar, embestir a mis secuestradores y salir corriendo, apelando al estado más primitivo de la supervivencia, por desgracia me encontraba en desventaja numérica, amarrado y sin provisiones. Huir me resultaría imposible. No tenía oportunidad, no cuando estaba siendo vigilado a punta de ballesta por uno de ellos. La idea de perder mis pertenencias en manos de esos tipejos me hacía hervir la sangre.
Bran, quien parecía ser la mente principal detrás de la operación, le dio una última calada al cigarrillo que sostenía entre los labios y lo arrojó al suelo con desdén, apagándolo bajo la suela de su zapato. Me dedicó, entre dientes y sin disimulo, una odiosa risilla, se colocó sobre el rostro una rara máscara que ocultaba su identidad y con un rudo empujón a mis espaldas me indicó que era el momento de continuar el camino hacia algún destino incierto. Una ola de rabia inundó mi ser de pies a cabeza, mas intenté aplacar mis impulsos básicos.
Me encontraba atado de manos a la parte baja de mi espalda por un fuerte nudo. Anduve, guiado a la fuerza por el maquiavélico par, mientras nos alejábamos de la edificación.

Las derruidas calles, ahora iluminadas y dejando a la vista los claros síntomas de la decadencia y del sufrimiento una vez vivido, volvían a atiborrarse tras el cese de la tormenta, ante los primeros indicios del amanecer. El creciente bullicio anunciaba el comienzo de la actividad matutina, nada decorosa según apreciaba durante el trayecto.
En la lejanía, varios autónomos con forma humanoide rebuscaban entre los escombros por piezas de reposiciones. Era raro ver a dichos humanoides en condiciones tan deplorables. A pesar de que nunca llegaron a ser producidos en cantidad comercial debido al rechazo mostrado por los ciudadanos hacia el modelo, tildado de parecer “demasiado real”, eran buenas piezas coleccionables y bien pagadas por aquellos comerciantes del arte sexual en las sombras de la Neo Ciudad.
Un montón de individuos extraños, amontonados a ambos lados de la avenida y callejuelas, nos observaban desfilar como si fuéramos carne fresca en territorio de depredadores. De pieles manchadas y ásperas, sonrisas voraces a la par de miradas lujuriosas y cortantes, con cuerpos amenazadores tras sus armas, que cargaban sin disimulo, y vestimentas negruzcas y apagadas.
Las estructuras de los edificios, permanecían habitadas. En su interior, fogatas crepitantes calentaban las superficies y cortinas confeccionadas con harapos servían de defensoras de la privacidad. Aun así, el nivel tecnológico apreciado era alto, rústico, pero impresionante, con razón las autoridades no se atrevían a irrumpir en las ruinas.
Por primera vez, entre aquellas callejuelas, divisé el cotizado modelo G-Max9012 de la artillería pesada militar, un enorme tanque blindado que en vez de trasladarse del modo tradicional se sostenía sobre varios apéndices robóticos que simulaban las patas de una araña, tan grandes como la estatura promedio de un hombre adulto, obligándonos a desviar ligeramente el rumbo.

«Una marcha atormentadora». Como la última caminata de un condenado hacia el paredón de la muerte, esa era mi apreciación del viaje. Avancé a paso lento, bajo la guía y tutela del dúo de ladronzuelos. Parecían camuflarse a la perfección en medio de un mar de tiburones hambrientos, aunque debajo de las máscaras se ocultasen un par de inseguros y asustadizos seres pretendiéndose intimidantes.
Con cada paso crecía mi convicción sobre las crudas historias que giraban en torno a las ruinas, eran ciertas, todo era cierto. Ahora comprendía, las personas del exterior acertaban en limitarse a argumentar que no era un lugar seguro.
Observaba a detalle a los transeúntes. Un ligero escalofrío recorrió el trayecto de mi columna, a la par que se tensaban mis músculos. Muchos portaban armas y por su modus operandi suponía que estaba en presencia de traficantes o comerciantes del afamado y reconocido, mercado negro, portador de lo mejor del bajo mundo. En este lugar nadie se atrevía a cuestionarlos, eran los reyes sin corona.
Los modificados escapaban de las minorías, circulando por las viejas calles, luciendo creativas y nada convencionales trasformaciones que se alejaban de lo estético, acotando a lo práctico.
Escondidos en las sombras y lejos de toda multitud y mirada indiscreta llegué a divisar, a duras penas, a varios irradiados; personas afectadas gravemente tras ser expuestas a altos niveles de radiación, con la piel chamuscada y cubierta por vendajes supurantes. Se encontraban reunidos alrededor de una rústica hoguera. Cocinaban y devoraban verazmente lo que parecía ser carne de ciervo. El olor que emanaba desde su dirección a carne a medio quemar me revolvía los adentros.

InsomneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora