Capítulo 09. •Las Ruinas•

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La abrumadora tranquilidad con que me acogía aquel lugar me ponía los pelos de punta. Los edificios en ruinas, como colosos, se abrían paso entre la penumbra de una luna ausente, observándome con recelo mientras me adentraba en terreno desconocido. La naturaleza, ardida sobreviviente, se aferraba con desespero a las superficies hasta fundirse con las estructuras de las construcciones olvidadas. Un sepulcro de calles desiertas, inundadas por una espesa niebla, originada por el microclima local, se mezclaba con los atípicos sonidos de la noche.
Algunas pancartas y carteles de antiguas promociones, yacían sobre las fachadas a lo largo del camino, mostrando los síntomas del deterioro y corrosión. El ritmo del tiempo se volvía exasperante mientras seguía la ruta que me enmarcaban aquellas calles. Un repentino relámpago cruzó el cielo.

«Un lugar sin reglas, donde sobrevive el más apto», eso había escuchado antes, eso eran las ruinas. Todos lo conocían, ya fuese a través de segundos o terceros que describían el lugar con cierta pizca de pavor en la mirada, sin embargo, no tenía más opción que aplacar mis nervios y apelar a la buena fortuna.

Es curioso como los recuerdos van y vienen de nuestra memoria. Suele ser como un oleaje en donde se encuentran almacenadas un sinfín de vivencias, incluso las que creímos olvidar con el paso de los años, nunca desaparecen. En ese instante lo pude recordar, quizás condicionado por mi entorno.
Cuando niño, escuché a escondidas entre las sombras de la madrugada a mis padres conversar sobre Graymond, un tío tercero a quien nunca llegué a conocer. Hablaban con cierto aire de desprecio en la voz, sobre cómo se había convertido en un desertor trayendo consigo vergüenza a la familia. ¡Vaya ironía de la vida! El tío Graymon, perseguido y acusado por la sociedad y las autoridades, terminó sucumbiendo al refugio de las ruinas, aun sabiendo que serían su perdición. Después de un tiempo su nombre dejó de ser pronunciado y nadie más supo de él. Comentaban que en las ruinas se había extinguido su existencia, como la de todos los que osaban adentrarse en sus terrenos.

Analicé con recelo mi alrededor. La tensión ganaba en intensidad, como si el peso del mundo anidara sin aviso sobre mi espalda.
En un intento de tranquilidad sostuve entre mis dedos un viejo mapa, apenas un trozo de papel arrugado con algunos garabatos manuscritos, auxiliándome de una discreta linterna de intensidad baja. Obsequios de Londres antes de partir, previendo que fuese a necesitarlos en la travesía.
Debería franquear severos kilómetros, cubiertos en su mayor extensión por las ruinas, hasta llegar a mi destino anhelado, el Paso Este. Mi único consuelo era que las autoridades se limitaban a traspasar más allá de la zona desértica. A dicha hora de la noche solo era un lugar adormilado de peligrosidad mínima.

Mis sentidos me aclamaban a gritos estimulación extra o el sueño acabaría ganando la pelea, una lucha interna constante que arremetía por meses. No podía terminar dormido, no cuando me encontraba en el lugar menos adecuado, con los Rastreadores de las fuerzas policiales queriendo acceder a mi mente en todo momento. No les iba a poner en bandeja de plata la oportunidad de mi captura.

Mantuve el sigilo apresurando el paso, presentía que no estaba solo en medio de la jungla de concreto. A mi olfato llegaba un cargado olor a lluvia, pronto comenzaría la estación lluviosa, que siempre se rezagaba en llegar a la Neo Ciudad. Sostuve con fuerzas el asa de mi mochila, como si el gesto me brindara cierto grado de falsa seguridad.
Alcé la mirada y una fría gota se estrelló en mi rostro descendiendo por mi entrecejo. «Joder». Las espesas nubes comenzaban a amontonarse sobre mi cabeza, creando un manto ennegrecido en medio de la noche. Era el despertar de la tormenta, que se cernía sobre mí.
La lluvia ganó terreno rápidamente, dificultaba el avance.

No contaba con opciones, tampoco era el momento de detenerme a repasar las condiciones meteorológicas que complicaban mis planes. Necesitaba hallar refugio, la situación lo requería, y la estructura de un antiguo edificio que se asomaba a la vista no parecía tan mala elección.
Atravesé el umbral del inmueble con paso nervioso, a causa del desconocimiento de lo que hallaría si merodeaba por los alrededores. La lobreguez era tan espesa que apenas alcanzaba a ver mis propios pies.
Un repentino ruido me indujo a un estado de alarma. Volteé sobre mis pasos, enfrentando a la oscuridad. Levanté temeroso la linterna, sosteniéndola con fuerzas, alumbrando débilmente a mi alrededor, sin embargo, no me servía de mucho. El corazón me latía a un ritmo acelerado.
Retrocedí ligeramente considerando la opción de abandonar la edificación y seguir la ruta trazada, apegarme al plan original, pero la densa cortina de lluvia que caía afuera me lo impedía.
Una vez más el ruido hizo eco entre las paredes, parecía acercarse, como pequeños chasquidos que golpeaban el suelo en perfecta armonía.
Contuve la respiración marcado por la incertidumbre y alumbré desesperado en todas las direcciones, cubriendo con la linterna un ángulo de trescientos sesenta grados. «En vano». Seguía sin lograr ver más allá de mis narices. Frené en seco, notando inmóvil frente a mí una confusa silueta.
Parecía verme fijamente con ojos rojizos, como dos gotas de sangre manchando la piel, despertando en mi interior una rara incomodidad. Abogué por buscar una explicación lógica para lo que percibía, llegando a la conclusión de que no era más que el efecto de la refracción de la luz, a través de las sombras. Tomé una posición ofensiva, preparado para lo peor.
El tiempo se ralentizó y la espera se me volvió una eternidad, mas no hubo reacción por parte del misterioso ser. Comenzaba a cuestionarme si en realidad representaba una amenaza. Hice el intento de acortar, con máximo cuidado, el espacio entre ambos.

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