Capítulo 20. •Inesperado•

61 26 4
                                    

El salpicar del agua bajo nuestros pies entorpecía el avance. Nos abrimos camino en medio de la oscuridad, palpando con desespero las superficies y barreras que aparecían en el camino. La espesa negrura nos limitaba la visión en su totalidad. Mi corazón palpitaba al punto de querer perforarme el pecho, junto a él todos mis temores a flor de piel. No resultaría sencillo despistar a los asediadores, por muy rápido que intentásemos movernos dentro de aquellos túneles.
El tramo no parecía tener final. Giramos a la izquierda, luego a la derecha, proseguimos en línea recta, en severas ocasiones terminando aprisionados por las húmedas paredes. El agotamiento comenzaba a cobrarnos factura.
En la distancia los podía escuchar, nos seguían la pista como depredadores en plena cacería. Mejor equipados, armados y preparados para arremeter contra su presa, nosotros. No caeríamos tan fácil, sin embargo, tentábamos a la suerte en el intento de escape. El sonido del levitar electrónico de los drones celadores era amplificado por el eco. Diseñados para maniobrar en disímiles y más extremas condiciones, nos dejaba en marcada desventaja.
No tuvimos otra opción que tomar el desvío hacia la derecha al encontrar nuevamente el paso bloqueado. Una corriente de aire fresco se hizo perceptible, indicando la cercanía de la salida, el ambiente se tornaba menos denso.

Aguardando al final del recorrido, a solo unos metros de distancia, divisamos un apenas visible haz de luz. Representaba un atisbo de esperanza. Las arenas del desierto, tan cerca que se sentía su calor abrasante. Presentí que todo era posible.
Toda iluminación quedó extinta en menos de un soplido. El impacto del ardiente golpear me quemó la piel, desasiéndome de toda percepción de la realidad. Aparecieron de la nada, con sus figuras rígidas y trajes negros. Siempre corrimos hacia ellos y lo sabían.

●●●

Desperté, atormentado desde lo más profundo por un incesante sufrimiento, a la par que comenzaba a recobrar la conciencia. Cautivos; éramos transportados en la parte trasera del interior de un vehículo, las irregularidad y vibraciones del camino confirmaban la certeza.
Abrí los ojos de a poco. Mis manos y pies yacían amarrados con tanta precisión que podía sentir el ardor debajo de la piel. No fue una sorpresa encontrarme a los demás en las mismas condiciones, aprisionados, junto a varios de los refugiados sobrevivientes del Paso Este. Permanecí como un animal enjaulado, sin opciones, arrojado a mi suerte en el transporte de prisioneros, separado de la libertad por una reja de acero reforzado. Dos autos más, avanzando en formación paralela, conformaban la airosa caravana.

En la distancia se perdía un refugio en llamas, ardiendo en la desesperación de sus propios gritos y en el dolor de sus habitantes.
—Hey —susurré a Victoria, intentando no atraer la atención del guardia que se encontraba en el otro extremo— ¿Estás despierta?
Sus ojos lucían apagados, cual vacío moribundo que me profesaba una sensación de temor en ascenso. Asintió con la cabeza sin mencionar palabra, desviando nuevamente la mirada para perderse esta vez en el horizonte, como quien aguarda por alguna señal. Me ponía los pelos de punta, parecía como si nada se escapase a su conocimiento.
Londres aun no volvía en sí.

En cuanto pusiéramos un pie en la urbe nuestro destino quedaría sellado. La Dama de Hierro, se alzaría airosa y heroica, vanagloriándose en sus propias mentiras, ante la mirada de una ciudad incrédula e inocente. Desfilaríamos a lo largo de las avenidas del juicio, abucheados por las multitudes aglomeradas, o peor, sin siquiera tener la opción de defender nuestro testamento, solamente para servir de entretenimiento a los peces gordos y cubrir las mentiras apiladas por el tiempo.

El tramo del camino, sombreado por un desamparado puente, nos cobijó de la intensidad de la luz solar, a la par que continuábamos el avance. Entre sus muros llegué a divisar algún que otro rezagado en el intento de ocultarse de las fuerzas militares. No eran más que personajes sin tierras, ambulantes y carroñeros, que sobrevivían despojados de toda ley humana, provenientes de continentes y lares asediados por la guerra. Los guardias no dudaron en abrir fuego contra ellos desde la seguridad del vehículo, disfrutaban de la masacre.
Una espesa nube de polvo invadió el ambiente. Los vehículos detuvieron la marcha de improvisto, tras un cercano estruendo. Era una evidente advertencia de los acontecimientos venideros. Permanecimos expectantes, posando inmóviles. El estado de alerta aumentaba con cada segundo que transcurría. Incluso el guardia, armado hasta los dientes, se notaba visiblemente nervioso, inspeccionando con la vista ansiosa las arenas del desierto.
El tintinear metálico detonante fue el inicio. Como en la escena de una película en donde todo se ralentiza de golpe, vi pasar la vida en cámara lenta. Cada voltereta se tornó en una eternidad. Sin advertencia previa el reforzado vehículo quedó desplazado, dando contados girones por el aire. El resto de la caravana sufrió el mismo destino.
Recibimos cada impacto en nuestro cuerpo, sin sufrir daños severos. El transporte había sido emboscado, terminando víctima de una trampa explosiva oculta en la arena, lo que provocó su repentina e inequívoca neutralización.
Permanecimos en posición accidentada, adoloridos, pero estables en medio de la confusión. Para nuestra suerte los guardias continuaron inconscientes, lo que nos brindaría un valioso tiempo de ventaja. La imagen a nuestro alrededor se volvía confusa. La cerrada polvareda impedía tener una apreciación clara del entorno. Las crecientes dudas atacaban.
El causante del accidente tenía previo conocimiento del aguante del vehículo, la noción de que resistiría el impacto sin sufrir daños considerables. No se trataba de cualquiera.
Escuché el frenar de otro auto, seguido por el sonar de unos pasos que avanzaron vacilantes en nuestra dirección. No atinaba a asegurar si se trataba de un aliado o de un enemigo y lo cierto es que el escenario ya no podía ser peor.
A pesar de la poca visibilidad logré identificar la conocida estirpe del personaje que apareció de improvisto atravesando el camino de polvo. Estaba más que agradecido de ver un rostro aliado, finalmente.
Damián, el desagradable agente, miembro del Trío Maravilla, había acudido a auxiliarnos, probablemente siguiendo la voz de mando de Mc. Allistar que por alguna desconocida razón se ausentaba de la escena.

—Espero que estés más feliz de verme de lo que yo estoy de verte a ti —dijo el agente, valiéndose de un discreto láser con el que perforó los barrotes del vehículo accidentado, cediendo el paso a nuestra libertad—. No tenemos mucho tiempo. Nos largamos de aquí.

InsomneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora