Capítulo 18. •Abrazo del Fuego•

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El ascenso del sol traía consigo una jornada cargada de dolor y pesar para los resguardados del Paso Este. Un refugio sumido en la tragedia de sus víctimas. El cielo grisáceo y apagado absorbía hasta el mínimo haz de luz, cerniéndose pesaroso sobre las cabezas de los habitantes que comenzaban a reunirse en un amplio descampado en las primeras horas de la mañana. Una enorme pira de madera seca, decorada con abundancia de flores y plantas aromáticas, acopiaba en cuidadoso orden los cuerpos sin vida de los fallecidos. Aguardaba a ser encendida por el fuego purificador del último adiós. En mi pecho un eco desolador se apoderaba de mis emociones, aunque el dolor que sentía no era comparable al del resto de los lamentados, se le acercaba en magnitud.
La deserción de Eva me marcaba la conciencia. No lograba comprender sus motivos por muy claros que estuvieran. Su partida me sacudía con una violencia sorpresiva.

Inspeccioné con la mirada a mi alrededor, buscándola en cada rincón, en cada rostro, en cada sombra, en donde solo encontré vacío.
—Veo que has llegado a tiempo —saludó de forma fría la chica de cabellos rojos y ranura en la frente, al notarme entre los presentes. Con gesto amable me cedió una barra de cereal proteico.
—Los muertos merecen el respeto del último adiós —respondí prosiguiendo con mi escrutinio en los alrededores.
—Así es —aceptó—. Pronto nuestra líder encenderá la pira y las almas quedarán libres de este mundo terrenal.
—Es tan silencioso el amanecer aquí —divagué—. Siempre viví en la urbe rodeado de toda clase de sonidos, desde mi nacimiento. Nunca pensé que un lugar así existiera en el Bajo Mundo.
Sentí vergüenza por mis súbitos planteamientos al volver a los sucesos de la realidad.
—El resto de los dirigentes del Bajo Mundo, no los veo entre los presentes —interrumpí marcado por la usual curiosidad— ¿A dónde han ido?
—Fueron los primeros en dar su pésame para luego marcharse, a donde solo ellos conocen. Es un alivio no tenerlos por aquí.
—La chica de cabello rosa, Eva, ¿la viste partir junto con ellos?
—En efecto, parecían custodiarla como si representase un valioso tesoro. Me resultó algo inusual.

Con un movimiento disimulado la pelirroja me impuso silencio. El gentío se emplazó, amontonándose en un estrecho círculo alrededor del cúmulo de maderos secos. El mirar descolorido e inexpresivo de la anciana era inconfundible. La líder del Refugio del Paso Este se adentró más en el espacio abierto, acercándose a los cuerpos, parecía murmurar cierta clase de plegaria. La antorcha encendida llegó a sus manos facilitada por su fiel ayudante. Los cuernos de los guardianes rugieron al aire y el fuego cobró vida, bramando majestuoso. 
—Me marcharé lo antes posible —susurré en dirección a mi guardiana.
—Entiendo —respondió ella en un similar susurro—. Antes de hacerlo deberías hacerte de algunas provisiones para el camino.

El viaje rumbo al domo central de almacenamiento aconteció en absorta mudez. El sol continuaba deslumbrando opaco, sumido ante el cielo ceniciento. Los altos cultivos creaban un sendero laberíntico que tras varios giros nos condujo a la entrada de la instalación, conformada en su totalidad por varias columnas de madera que sostenían el peso de un rústico tejado de fibra natural. Cubriendo un riachuelo artificial, dedicado a la fertilización de las tierras, un puentecillo de madera nos marcó la senda. 
Mis fosas nasales quedaron inundadas por el típico olor a especias que reinaba a lo largo del refugio.

Nos adentramos despacio, hurgando por el puesto de suministros.
—Aguarda aquí, reuniré algunas provisiones —La chica tomó la delantera. Acaté sus indicaciones.
Los abucheos y reclamos continuos, provenientes del gentío aglomerado al fondo, llamó mi atención. Observaban con especial seriedad a una moderada pantalla de mano, al parecer en espera del comienzo del discurso de la Dama de Hierro. Inmenso fue mi asombro cuando logré identificar un rostro familiar entre los alborotadores. Se encontraba en un estado deplorable. Varios hematomas cubrían su rostro y parte del cuello. Sus brazos robotizados mostraban daños severos.
—Londres —dije consternado extendiéndole mi mano en muestra de saludo. No pasé por alto la evidente mueca de sorpresa en su rostro en cuanto percibió mi estampa.

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