Alex

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Siempre recordaré el retorcido regalo que mi padre me hizo por mi decimoséptimo cumpleaños. Llegué a casa después del instituto y mi padre me esperaba sentado en su sillón fumando un cigarrillo, una costumbre que se había incrementado en él desde hacía unos meses.

-Felicidades Samuel. -dijo mientras se levantaba para acto seguido ofrecerme un apretón de manos como única muestra de cariño, a lo que le respondí con una sonrisa. Se quedó de pie frente a mí observándome como quien observa a un extraño y me pregunté si no era yo el que lo veía como tal, puede que ambos lo fuésemos. Siempre lo habíamos sido.

Cuando ya había comenzado a retirarme, mi padre rompió el silencio.

-Van a trasladarme. Nos mudamos la semana que viene, deberías empezar a empacar tus cosas. -lo miré incrédulo y noté aflicción en su mirada. -Puedes pedirle a Dolores que te ayude.

Dolores era nuestra "ama de llaves" como le gustaba decir a mi padre a modo de eufemismo de criada. Desde que mi madre murió, dos años atrás, ella había sido como una segunda madre para mí.

Me quedé tan sorprendido por la noticia que sin responder me di la vuelta y, resignado, subí las escaleras hasta llegar a la que había sido mi habitación durante toda mi vida y una vez ahí comencé a llorar de tristeza e impotencia mientras desnudaba la estancia reduciendo su alma a cajas de cartón y maletas. Pero lo peor fue cuando me di cuenta de que no tenía nadie de quien despedirme, ni un solo amigo de verdad que fuera a notar mi ausencia o yo la suya.

*

La nueva ciudad era pequeña, de unos diez mil habitantes y poseía un extraño encanto de cuento de hadas, con casas y establecimientos de aspecto rústico y una cantidad exagerada de espacios verdes. Las personas caminaban ordenadamente con una sonrisa dibujada en sus rostros inmutables y de pronto me invadió una molesta sensación de irrealidad que solo hizo que incrementarse al contemplar la gran villa principesca que iba a ser mi casa. Nada de esto mejoró cuando entré en mi nueva habitación, que hizo que me sintiera como si hubiese viajado al pasado. El cabezal de la ostentosa cama de matrimonio, en hierro forjado, ascendía hasta la cuidadosamente tallada cenefa que dejaba paso a un papel pintado en tonos pastel, el cual enmarcaba un descomunal y extravagante escritorio en madera de roble. Pero lo peor era definitivamente el imponente armario, pues sus puertas estaban cubiertas por dos enormes espejos enmarcados en oro, en los que podía verme reflejado desde casi todos los ángulos de la habitación.

No me gustaba mirarme al espejo, llevaba dos años evitándolos, pues no me veía reflejado, solo recibía la mirada ausente de un completo extraño. Hice un esfuerzo y, situándome frente al armario, observé a aquel chico delgado, que había heredado el pelo rubio y liso de su madre y los ojos grandes de un azul tan oscuro como el fondo del océano que había heredado de su padre. Recuerdo que mi madre siempre los comparaba con dos fuegos fatuos que, a la vez que se confundían con la oscuridad, brillaban con un resplandor fantasmal. Dios, como odiaba que cada cosa de mí me recordara a ella.

*

El primer día de instituto fue, en cierto modo, una tortuosa forma de hacerme volver a la realidad, ajena a mi palacio de espejos. Recuerdo que sentí una frustrante mezcla de nervios e indiferencia al atravesar el umbral del recibidor, donde pregunté por mi tutor, un tal Alfonso. Eran principios de otoño, de modo que las clases habían empezado hacía un mes y unas semanas.

-Hola Samuel, me llamo Alfonso y voy a ser tu tutor. -saludó aquel hombre gordinflón de unos cuarenta años mostrando una sonrisa infantil.

-Encantado. -sonreí.

-Ven conmigo, voy a enseñarte el instituto. No hay mucho por donde perderse, la verdad. -dijo mostrando de nuevo esa sonrisa imberbe.

-Gracias.

Alex y YoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora