Capítulo uno.

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De niña mi madre decía que los monstruos no se encontraban debajo de mi cama. Tenía esa extraña, pero reconfortante costumbre, de eliminar mis miedos mientras los negaba. Y a mis dieciocho años comprendí que lo que decía era cierto, ya que aquellos monstruos se encontraban dentro de mí.

Me habían cambiado por completo y yo comenzaba a tenerme miedo. De cierta manera, no me reconocía; mi cabello había perdido su forma, mi piel estaba más pálida y sobresalían granos dispersos, había adelgazado y se me había olvida cómo reír. Pero, lo peor de todo, es que ya no reconocía mi mente. Trataba de hacerlo, pero en cada ocasión donde buscaba entenderme, lo único que hacía era entrar en un remolino de cosas que odiaba de mí.

Esos eran mis demonios; mi millón de pensamientos. No se perecían en nada a los que aparecían en aquellos cuentos que me contaban cuando era una niña, estos aparecían en mi reflejo cuando me miraba en el espejo.

Desde lejos lograba escuchar una, dos, tres o quizás cuatro botellas rotas en dos minutos; desde mi habitación no era seguro lo que pasaba. Mi madre seguía gritando que parara de una vez y mi padre de seguro estaba acabando con la quinta botella antes de estrellarla contra el suelo.

-¡Mi casa, mis reglas!- gritaba mi padre entre risas.

-Para, por favor- decía mi madre mucho más bajo, tratando que nadie escuchara lo que sucedía.

Normalmente a este punto de la discusión me encontraba dormida, pero hoy volvía a tener siete años sentada en un rincón de mi cama, contando las horas para que fuese mi cumpleaños. Era algo absurdo emocionarme por un día como cualquier otro, donde pasaban cosas como cualquier otra, pero en menos de una hora cumpliría diecinueve...y mantenía la esperanza de que todo mejorara. Sería un nuevo año en mi historia y, aunque no hubiese demasiada diferencia entre un día y otro, sentía que algo estaba por cambiar.

Esperanza; una palabra que generaba gracia en mis noches de reflexión. La mantenía intacta y oculta dentro de todos los demonios que se encontraban en mi mente. Tenía miedo pero tenía fe.

Veinte minutos después parecía dar por terminada con la discusión, los pasos lentos y cuidadosos hacían presencia en las escaleras y el reloj marcaba cinco para las doce.

-¿Puedo pasar?- preguntó mi madre desde la puerta.

-Preferiría que no- murmuré viendo hacia la pared.

-Bueno- respiró profundamente y soltó el aire como si se le fuera a quebrar cada tejido de ella -Felices diecinueve-

Y se fue.

-Todavía tengo dieciocho- respondí más para mí que para la silueta que ya no estaba.

Me recosté de la pared que se encontraba detrás de mi cama, miré el reloj, respiré profundo, pedí un deseo, abrí los ojos, miré mi viejo reloj de nuevo y susurré "feliz cumpleaños"

Oficialmente comenzaba otro año en mi vida.

*

-Para ya- más lágrimas escapaban del rostro de mi madre como si fuese una catarata.

-¿Esto fue lo que aprendí?- mi nivel de ebriedad hacía que las carcajadas salieran de mí sin poder controlarlas.

-Cath...- la voz se le quebraba cada vez más -Tú no eres así-

-Felices diecinueve, mamá- di un último sorbo y la botella ya estaba vacía -Ya tengo diecinueve- murmuré.

Mi madre parecía estar en un juego que consistía en ver cuánto lograba contener la respiración, tanto así, que había perdido la cuenta de los segundos que pasó sin mostrar una pizca de vida en su rostro y, como si el mundo se hubiese detenido, se levantó del sillón y estiró su vestido gris sin expresión alguna en su rostro.

Adicción || EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora