Rosa devorada

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Sus manos eran monstruosas. Cuanto más las miraba, más tétricas las encontraba. Nadie en el mundo era como él. Ningún otro ser humano nacía con bocas en sus extremidades. No le encontraba un uso adecuado. No llegaban nutrientes de ellas a su cuerpo. Más bien, ni siquiera estaba seguro de que dirigiera la comida. Solía escupirla.

El rechazo del pueblo era incesante. Bajar a comprar algo de comida era un suplicio. Recibir visitas: impensable. Era el hombre aislado del mundo en su pequeña casa de campo a las afueras.

Al principio fue solitario. Después de la muerte de su madre, la soledad fue insoportable. El rechazo que recibió del pueblo, fue peor. Lo tacharon de monstruo, de feto imperfecto y mil insultos que prefería no recordar. La soledad le pareció maravillosa.

Descubrió que gracias a sus manos podía moldear arcilla y se dedicó a crear diversas esculturas. Creo una semejante al recuerdo de su madre. Otra, de un padre imaginado. Hermanos y hermanas. Poco a poco, fue creando aquello que le faltaba en la vida.

Las estatuas no le devolvían miradas irritadas, de miedo o de asco. No. Sus bocas no se abrían para insultarle ni despreciarle.

Era, dentro de lo que cabía, su pequeña luz de esperanza en un mundo que se interesaba por él.

O eso pensaba.

La situación en su vida cambió el primer día de primavera en sus treinta y cinco años. Alguien llamó a su puerta repetidas veces.

Recordaba haberse puesto en pie y estar muy tentado a ignorarlo. Había tenido que mejorar las paredes de su hogar para evitar que los niños actuaran en su maldad nacida del odio de sus progenitores.

Pero cuando la voz de una mujer se hizo notar, dudó.

—¿Quién llama, hn? —cuestionó, desconfiado.

—¡Oh, sí que hay alguien! —exclamó ella desde el otro lado—. Soy Sakura. Trabajo para el alcalde. ¿Puedo hablar con usted?

Entrecerró los ojos, dudoso.

—Ya está hablando.

—Pero no puedo mirarle a los ojos.

Eso lo confundió.

—Dirá, mis manos —rectificó.

—No, sus ojos —recalcó ella, concienzuda—. Sus manos no son el espejo del alma.

Estuvo a punto de echarse a reír. Esas mismas palabras se las había dicho su madre desde siempre. Abrió, únicamente con el deseo de soltarle que eso era pura mentiras, pero cuando lo hizo, se quedó helado.

La mujer frente a él era hermosa. De una piel inmaculada, una mirada verde y preciosa y su boca...

El cincel se le cayó en el pie y maldijo entre dientes, atrapando su extremidad para calmar el dolor.

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