CAPÍTULO 52

32 1 2
                                    

Wonyoung se ciñe la chaqueta de piel sintética al cuerpo.

–Aquí afuera hace un frío de narices.

Tiene razón. Es ese tipo de frío que parece emerger del suelo, atravesarte la suela de las botas, extenderse por tus pies y trepar por tu cuerpo hasta provocarte la sensación de que incluso tus dientes están en carne viva y desprotegidos. Yo me calo un poco más el gorro de lana e intento encogerme, como si así pudiera esquivar el frío.

–Para de lloriquear, sureña flojucha –le espeta Yena–. Estamos a solo cinco minutos.

Wonyoung frunce el ceño.

–En cinco minutos se me habrán caído las tetas.

La fachada de piedra del hospital parece aumentar de tamaño a cada paso que damos; deja de ser una única pieza de Duplo para convertirse en una imponente torre de ladrillos y ventanas, resplandeciente de cristal y hielo. Siempre me pregunto si se verá nuestra ventana, la ventana de la habitación en la que me desperté hace unos seis meses, rodeándome el cuello con las manos, boqueando en busca de aire, agitando las piernas, con un remolino de sábanas blancas y enfermeras a mi alrededor. Y siempre me pregunto si mis amigas estarán pensando exactamente lo mismo que yo, si estarán intentando encontrar alguna pista: un jarrón conocido en un alféizar, tal vez.

Wonyoung y Yena salieron del coma poco minutos después que yo. Los Cuatro de la Comic-Con, ese fue el apodo que nos puso la prensa: un grupo de chicos que perdieron el conocimiento en la Comic-Con de Londres y entraron en coma tras un temblor de tierra poco grave. Ni una sola herida detectable en ninguno de los cuatro. Misterios médicos. Y cuando tres de nosotros recuperamos la conciencia justo una semana después, nos convertimos en pequeñas celebridades durante al menos un día, hasta que una de las hermanas Kardashian se puso otro implante en el culo.

Cruzamos la carretera y el viento levanta la nieve de la acera, de los capós de los coches, de las hendiduras del enladrillado de las fachadas de las tiendas; la hace girar, crear espirales, bailar en el aire. Eso me despierta una imagen familiar en el cerebro. Vilano de cardo. O puede que sean plumas, blancas y marrones, que estallan a mi alrededor y caen al suelo planeando, acompañadas de risas y los gritos de los pájaros.

Esas imágenes me asaltan a menudo. A veces explotan en mi conciencia, otras veces se abren camino poco a poco, revelándose por fases. Fragmentos de paisajes, olores, ruidos. Al principio eran borrosos, oníricos; ahora todos mis sentidos perciben detalles más nítidos. Pero continúan siendo retales de una colcha de patchwork sin terminar. Da igual cuánto más me esfuerce, no soy capaz de coserlos y formar un todo significativo. Al menos de momento. Una anciana me visita en sueños. Intenta ayudarme, susurrándome cosas sobre un viaje y una tierra muy lejana.

–¿Estás bien, Yuri? –me pregunta Yena.

–Sí –contesto... una mentira obvia.

Mis amigas me cogen cada una de un brazo y su calor corporal me envuelve. Avanzamos por el aparcamiento, medio caminando, medio patinando, en dirección a la entrada del hospital. No puedo evitar fijarme en el cielo invernal. Es de un asombroso tono azul pálido. Es casi como una lámina de cristal suspendida sobre nuestras cabezas, pues refleja los colores suaves, apagados, de una Londres cubierta de escarcha. Durante un brevísimo instante, me recuerda con claridad a algo, o mejor dicho a alguien. Pero no consigo saber a quién.

Subimos los escalones a la carrera, agradecidas por el golpe de aire caliente que nos espera en el vestíbulo del hospital, y me pregunto si ese olor –a medicina, artificial– inquieta también a mis amigas. Nos soltamos para quitarnos los gorros y arreglarnos el pelo. Nuestra vanidad colectiva me hace sonreír: estamos rodeadas de enfermeras con cofias y pacientes con ásperos camisones de hospital.

EL BAILE DEL AHORCADO (HyunRi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora