No importaba cuántos intentos hiciera, la llave seguía trabada en la cerradura sin ceder a dar un sólo giro, haciéndome formular en la mente una larga lista de maldiciones. Resoplé frustrada y de manera infantil le metí un puntapié a la puerta, provocando solamente que los dedos debajo del converse negro me dolieran con leve escosor.
Ya empezaba a extrañar California.
— No creo que esa sea una manera de abrirla —detrás de mí, una voz fina y aterciopelada atrajo mi atención.
Me giré avergonzada por mi rabieta y me inundó la humillación cuando vi el rostro al que pertenecía esa voz. A pesar de que sentí el movimiento de mi mandíbula cuando abrí la boca en una clara expresión de asombro, no fui capaz de detenerla para disimular.
Cerca de mí, a una distancia que fácilmente podía atravesar en tres pasos, un chico, aproximadamente de un metro ochenta de preciosa humanidad, me sonreía. Su cuerpo delgado, pero lo suficientemente trabajado, estaba revestido con una tez bronceada, parecida al brillo dorado de la arena bajo el sol; y su cabello castaño que alborotado alcanzaba el lóbulo de sus oídos, reflejaba sutiles destellos de luz de la blanca lámpara tubular situada en el techo justo arriba de nuestras cabezas. A lado de él, el bonito par de maletas azules que había comprado hace más de un año, lucía desordenado y sólo era un bulto deforme estropeando la maravillosa escena.
— Déjame adivinar, eres Abigail, ¿cierto? —una sonrisa se estiró en sus labios y sus perfectos dientes blancos se asomaron sutilmente. Incluso algo como sus dientes eran bonitos.
Tal vez California no era la gran cosa después de todo y Venecia pudiese gustarme más.
— ¿Abigail Valentine? ¿La amiga de Sharon? —preguntó, ahora dudoso, y vi cómo su sonrisa fue disminuyendo con lentitud.
¿Era necesario pegarme una bofetada para reaccionar? Quizá sí, pero sólo me limité a sacudir ligeramente la cabeza.
— Sí, sí —me aclaré disimuladamente la garganta—. A las dos preguntas, sí.
Como si me conociera de hace años, la sonrisa gloriosa volvió a su rostro con más ganas y me desarmó por completo.
— ¿La puerta no abre? —quiso saber.
— ¿Eh? No, no —bajé el rostro para ocultar el traicionero rubor que seguramente pintaba mis mejillas—. La llave no da vuelta —expliqué.
— ¿No da vuelta? Uhm... ¿me permites? —estiró la mano con la palma extendida hacia arriba. ¿Qué me creía? ¿Una tonta? ¿Qué tan difícil podía ser darle la vuelta a la llave en una cerradura?
Me atreví a levantar la vista para mirarle, era dueño de unos bellos ojos del color de la miel donde parecía que el mismísimo Leonid Afremov había creado una de sus obras con tonos en café y traviesas pinceladas de verde. Le di la llave como hipnotizada, confiando en aquel hermoso extraño.
Se acercó a la puerta del departamento, metió la llave en la cerradura e intentó sólo una vez darle la vuelta, cosa que no funcionó.
— Hmp... —la inspeccionó—. Creo que te dieron la llave equivocada.
— ¿Te parece? —reí, sarcástica.
Él se rió conmigo y el soplo de su risa me acarició el rostro. Me obligué a aterrizar de nuevo en la tierra, porque había sentido de pronto que había volado más allá de la última nube del cielo. Aquellas emociones, ilógicas por supuesto, eran tan nuevas como extrañas para mí.
— ¿Eres vecino? —pregunté esperanzada, anhelando realmente que dijera que sí porque quería volver a verlo.
— No.
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Manual de lo prohibido
Romance"Volví a posar mis ojos en su figura, dándome cuenta de que cada esfuerzo por no mirarlo se convertía en un fracaso inmediato; era como si me tapara los ojos con las manos pero alcanzara a ver a través del espacio entre los dedos. Quería mirarlo tod...