Capítulo 21

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En un instante, todo se iluminó y pude ver delante de mí todo con claridad. Me quedé un momento inmóvil, demasiado aturdida para hacer algún movimiento; esperando la voz iracunda de Sharon diciéndome que yo era la peor amiga del universo entero.

Pero nada de eso llegó.

Me giré con lentitud y la vi en la entrada con la mano puesta en el pomo de la puerta, sus ojos grandes en mí y su rostro bonito maravillado completamente por mi vestido. Aquella escena me rompió de alguna manera el corazón. Luego, mi vista buscó a Joe, quien también me miraba absorto a un par de metros de distancia.

Me pregunté cómo pudo haberse alejado tan rápido.

— Te ves hermosa, Abby —dijo Sharon.

— Gracias —mi voz se filtró trémula, poco convencida. Totalmente culpable—. Discúlpame.

Ella sonrió sin entender.

— ¿Por qué? Hay que darnos prisa —me instó, con un gesto de la mano que acompañó la urgencia de sus palabras.

Le di de nuevo una mirada a Joseph, sus ojos me miraban un poco más abiertos de lo normal.

— Por tardar, el cierre del vestido no subía —volví mi atención a mi amiga y obtuve otra sonrisa que me deterioró un poco más los bordes de mi corazón.

— No pasa nada, pero en serio ya tenemos que irnos.

Asentí presurosa a sus palabras y tomé mi abrigo sin dirigirle una mirada más a Joseph, ni en ese momento, ni en todo el camino. La culpa me carcomía por dentro de tal forma que se sentía pesada como un ancla que me arrastraba hacia abajo, porque ¿qué demonios había ocurrido instantes antes? Ese acercamiento había sido demasiado... no lo sabía, simplemente era demasiado.

Más preguntas vinieron a mi cabeza, arribando a mi mente como las olas salvajes de un tsunami sobre la arena frágil. Es que, ¿acaso él no se percataba de lo que hacía? Y cuando lo hacía, ¿no pensaba en Sharon? Di un suspiro agobiado, pensando que toda esa situación estaba sobrepasando los límites; porque Joseph no era un patán y no iba a dejar que se comportara como uno.

Me atormenté con mis propios pensamientos durante los cuarenta y ocho minutos que duró el viaje hasta el recinto donde sería la fiesta y traté de no mirar a Joseph ni una sola vez en todo ese tiempo, ni siquiera cuando habíamos llegado y caminábamos hacia el interior del evento; lo cual resultó ser mucho más sencillo, porque mis ojos estaban ocupados maravillándose con todos los adornos y las luces que iluminaban el lugar. Había un jardín precioso ante la entrada que se extendía alrededor de todo el salón, y los grandes ventanales de vidrio esmerilado contaban apenas un poco del gran lujo y festín que había dentro.

Sharon caminó del brazo con Joe, y yo, a unos pasos atrás de ellos, maniobré para andar firme a pesar de los zapatos de tacón alto. Una vez dentro, mis ojos recorrieron todo alrededor, porque si afuera era hermoso, en el interior lo era mucho más.

Del techo colgaban candiles enormes, todos repletos de cristales en distintos tamaños que reflejaban poderosamente la luz y la proyectaban como pequeños arcoíris de diamantes. Las paredes, adornadas con pinturas de algún reconocido artista italiano, lucían acogedoras y estéticas con ese tono perlado que las coloreaba; y el suelo blanco, de un material que desconocía pero que, con sólo ver su brillo impoluto, me hacía sentir que lo ensuciaba bajo las suelas de mis zapatos. El lugar era grandísimo y personas vestidas con trajes y vestidos mucho más elegantes que el mío parloteaban en pequeños grupos de tres o cuatro gentes, con una copa de champagne en la mano o de vino tinto; mientras que la música de fondo danzaba en el ambiente con la suavidad con la que eran tocadas esas teclas de piano.

Manual de lo prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora