Busqué en Google Maps algún laboratorio fotográfico y, como todos tenían nombres y reseñas en italiano, me limité a elegir el más cercano. Resoplé un poco frustrada porque sabía que, en definitiva, tenía que aprender un poco del idioma, o al menos lo suficiente como para poder desplazarme por mí misma en esa ciudad. Eso me hizo pensar en Jospeh y la manera en la que se ofreció a enseñarme y, sin querer, una sonrisa tonta se posicionó en mis labios.
Sharon había partido temprano a su nuevo empleo y llegaría pasada la tarde, así que tenía que buscar alguna manera de pasar el rato. Me levanté del sofá con pereza y le indiqué a mi teléfono que me señalara el camino hasta el laboratorio, por lo que tomé mi chaqueta y el bolso con el estuche de mi cámara y salí del departamento. Mientras caminaba hacia las escaleras intentando meter las llaves a mi bolso, mis pasos se detuvieron porque, de repente, choqué con alguien en la intersección del pasillo.
— ¡Lo siento!
— ¡Spiacente!
Dijimos al mismo tiempo.
Levanté la mirada y tuve que dar un paso hacia atrás porque la primera impresión que tuve fue pensar que ese rostro no era real. Su piel llana y pálida hacía lucir sus ojos oscuros como dos grandes canicas brillantes, agrandados aún más por las largas pestañas que se expandían con firmeza hacia arriba. Tenía el cabello rizado y castaño y peinado un poco para que no se viera como un desastre.
Sus labios rellenos y rosados se estiraron y un par de arruguitas se formaron a ambos lados mientras dibujaba en ellos una bonita sonrisa curiosa.
— Ciao —pronunció y me quedé estática porque no sabía si estaba despidiéndose o saludando. La sonrisa vaciló en sus labios y parpadeó— ¿Hola?
— Hola —dije, medio atontada, pero la sonrisa volvió enseguida a su bello rostro.
— Ah, americana. Perdóname, es que soy un poco distraído —la piel blanca de sus mejillas estaba empezando a adquirir un bonito tono rojizo.
— No, no, la que iba distraída era yo.
— Soy Luka, con k —me extendió la mano.
— Abigail —sacudí su mano.
— Eres americana, ¿verdad?
— Sí, California, de allí vengo —le expliqué con demasiado entusiasmo, porque estaba agradecida de encontrar a otra persona que hablara perfectamente mi idioma.
— ¿De verdad? Yo viví un tiempo en Texas, porque mi madre es de ahí —supuse que eso explicaba el por qué hablaba todo tan fluido—, pero ahora vivo con mi tía —señaló una puerta a un par de metros detrás de mí y cuando miré sobre mi hombro para verificar a cuál se refería, no pude contener la expresión de sorpresa. Le regresé la mirada con total estupefacción.
— ¿Vives ahí? ¿En el trescientos dieciséis? —balbuceé.
— Sí, con mi tía —repitió.
Quién lo hubiera pensado.
— ¿Eres sobrino de la señora Montorfano? —insistí, porque no podía encontrar la conexión entre la amabilidad de este chico y la hostilidad que brotaba de los ojos de esa señora con una sola mirada.
— Sí, ¿la conoces?
— Sí. Bueno, no. Mi amiga, la del trescientos veinte me dejó la llave de su departamento ahí el otro día y sólo pasé a recogerla, de allí conozco a tu tía —expliqué.
— ¡Ah! ¿Tú eres la chica linda que se mudó con Sharon? —preguntó con una sonrisa totalmente distinta, como la de quien completa finalmente un rompecabezas.
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Manual de lo prohibido
Romantik"Volví a posar mis ojos en su figura, dándome cuenta de que cada esfuerzo por no mirarlo se convertía en un fracaso inmediato; era como si me tapara los ojos con las manos pero alcanzara a ver a través del espacio entre los dedos. Quería mirarlo tod...