Capítulo 22

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Los rayos del sol, apenas cálidos, atravesaron el umbral de mi ventana por la mañana. Me removí entre las sábanas y lo primero que hice al abrir los ojos fue mirar la hora, iban a ser las once de la mañana. Di paso a un perezoso bostezo antes de levantarme y, al salir de la habitación, me llevé la sorpresa de encontrar a Sharon sentada en la barra de la cocina, desayunando tranquilamente.

— ¿No trabajas hoy? —le pregunté confundida.

— No, el señor Vittore me dio el día para prepararme para el viaje —contestó, levantando su plato a pesar de que aún quedaba un poco de su desayuno.

— Claro, es lógico —murmuré, medio desconcertada por el hecho de que esta vez a Sharon no le había dado por despertarme con esos escandalosos golpes en la puerta de la habitación, como tenía por costumbre; aun así, me acerqué a ella con buen ánimo— ¿Qué estamos desayunando?

— Lo siento, yo ya desayuné —me miró—. Tenía mucha hambre, además tú estabas dormida todavía y no quise despertarte.

Sentí que algo se me clavaba en el pecho, porque Sharon vivía para ser mi reloj despertador. A pesar de la conmoción, le sonreí.

— Está bien, no te preocupes.

— Saldré un momento, iré a comprar algunas cosas que me faltan para el viaje —me avisó, saliendo de la cocina después de limpiar su plato.

— ¿Irás sola? —quise saber, escuchándome a mí misma patética, pero con el corazón cada vez un poco más atravesado porque ella siempre trataba de que saliéramos de compras juntas, aunque no fuera mi actividad favorita.

— Sí —y esa sola palabra me destruyó como si hubiese dictado el epitafio de mi tumba—. Es que ya me conoces, tendré que hacer miles de paradas —se encogió de hombros y luego entró al baño, quizá a lavarse los dientes.

— Claro, entiendo —murmuré, distraída por la pesada sensación en mi pecho.

Recordé de pronto la conversación que ella había tenido anoche con Caleb, pero así como estaba evitándome esa mañana, sabía que no iba a decirme nada. Aun así, traté de probar mi suerte, una suerte que por supuesto parecía haberme abandonado.

Cuando el agua del grifo se detuvo, me acerqué lentamente al refrigerador y abrí la puerta como si tratara de buscar algo dentro, pero la verdad era que mis ojos no parecían registrar nada, solo estaba mirando sin mirar, buscando un poco de valor para que mis palabras no fueran en vano.

— Anoche no pude dormir —dije, elevando la voz para que Sharon pudiera escucharme—, me costaba pegar los ojos.

Ella salió del baño y esperé con demasiada ansia su respuesta. Esperé que dijera algo parecido, pero sus palabras no sólo acompañaron al epitafio de antes, sino que cavaron en la tierra para moldear mi sepultura.

— Yo creí que serías la primera en caer como piedra en la cama, siempre estás cansada.

Perdí el apetito, así que cerré la puerta del refrigerador y abandoné la idea de un desayuno. Busqué a Sharon con la mirada y ella buscaba su bolso, ni siquiera me estaba viendo a mí. Tal vez lo merecía, porque era la peor mejor amiga del mundo, pero dolía como el mismísimo fuego del infierno.

A pesar de ello, insistí.

— Sí, pero no logré conciliar el sueño hasta pasadas de las dos o tres de la mañana.

— Qué mal —y eso fue todo lo que dijo, o lo que se escuchó en ese momento dentro de esa mañana, porque me di por vencida al entender que ella no me contaría nada.

— ¿A qué hora vendrás? —inquirí un momento después, sintiéndome pésima por la fría conversación.

Ella se encogió de hombros.

Manual de lo prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora