Capítulo 17

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La alfombra roja bajo el arco de entrada que sugería el camino a través de la pequeña villa era transitado por niños que iban y venían con sus padres, apresurándolos al asirlos de su mano para llevarlos hasta donde ellos querían ir. Dentro, me sentía un poco con el ansía de esos niños, queriendo observar todo y explorar hasta el último rincón de la feria; pero la mitad de mis sentidos estaban puestos en la mano de Joseph sobre mi espalda baja, en su imponente presencia a mi lado y en la risa que a momentos dejaba escapar de entre sus labios.

Me siguió hasta donde yo quería ir y me guío a los lugares que él quiso mostrarme. En algún momento, logré enfocarme en tomar fotografías y no sólo en Joe, y cuando estuve completamente concentrada en esa tarea, incluso lo perdí momentáneamente de vista. Traté de no buscarlo y fingir que no me había dado cuenta, así que seguí de pie a lado del camino, capturando con el lente de mi cámara los preciosos adornos navideños y la algarabía de la gente que transitaba por ahí. Cuando un pequeño gritó, agudo como el de un gatito lastimado, llamó mi atención, retiré la cámara de mis ojos y busqué el lugar de donde había provenido. A unos metros más adelante de lado derecho, se extendía una pista de patinaje sobre hielo grandísima que era ocupada mayormente por niños y chicos que parecían ser de mi edad; todos con sonrisas en el rostro, ayudándose unos a otros a ir y venir a través del inmenso hielo.

Cuando tenía ocho años, mamá me llevó a mí y a un par de amigas a la pista de hielo de la ciudad, ninguna sabíamos realmente patinar sobre la gélida superficie pero, confiadas en que podíamos hacerlo con patines de ruedas, supusimos que no habría gran diferencia. Sin embargo, la diferencia fue abismal. Todo se sentía mucho más resbaladizo y recuerdo haberme sujetado a la baranda todo el tiempo que estuvimos sobre la pista, excepto por el instante en que, envalentonada por ver a los demás hacerlo parecer sencillo, traté de patinar por mi propia cuenta. Logré hacerlo por unos minutos, fueron minutos maravillosos en los que me sentí libre y feliz, hasta que traté de dar una vuelta para cambiar de dirección y caí de bruces sobre el gélido piso. De momento, no sentí nada más que un ardor terrible en mi muslo derecho, pero cuando ese primer minuto pasó, sentí entonces el horrible dolor de mi brazo derecho. Había caído sobre él con todo el peso de mi cuerpo y dolía como el infierno. No pude levantarme por mi cuenta y todo lo que recuerdo después de eso es a mi madre llevándome al hospital y el tremendo dolor por haber conseguido mi primer hueso roto.

— ¿Quieres intentarlo? —la voz de Joe me espabiló de mis recuerdos y lo miré, ahora de pie a mi lado, sonriéndome.

— No realmente —le dije—, sólo estaba pensando en la última vez que lo hice.

— Vamos —anunció con decisión.

— No, no, no. De verdad no quiero subir.

— ¿Por qué no? Si no sabes hacerlo, no te preocupes, en realidad no es complicado; y si te caes, no es tan malo.

— ¿Tan? —De nuevo, los recuerdos del hospital, la sala de Rayos X y el yeso sobre mi brazo vinieron a mi mente— Gracias, pero no gracias —me di la vuelta, intentando escapar.

Pero él me detuvo por ambos brazos, colocándose frente a mí.

— Es sólo hielo, Abby.

— Un hielo tan duro como el titanio —traté de desasirse de sus brazos.

— No seas exagerada —se rio y, ágilmente, me dio la media vuelta que yo había dado para encaminarme a la pista.

De súbito, una inquietud desagradable me inundó el estómago y me pregunté si había desarrollado un trauma del que nunca fui realmente consciente hasta ahora. Sin saber exactamente cómo, me hizo llegar hasta la entrada de la pista, en donde una corta fila de personas delante de nosotros lucía ansiosa por adentrarse.

Manual de lo prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora