Casamiento.

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El arte es algo digno de apreciar. La naturaleza es algo digno de apreciar. La alegría de un niño al recibir sus regalos en un cumpleaños es digno de apreciar. Un caballo salvaje cabalgando por los prados verdes es digno de apreciar. 

Que dos caballeros se maten ebrios en medio del salón del castillo en el que vives no es digno de apreciar. 

No al menos para una princesa como yo. 

He visto demasiadas batallas de gente borracha y jamás me han importado demasiado pero aquella era distinta. 

Un joven de cabellos castaños se batía en duelo, entre risas con mi hermano. 

Era el famoso príncipe Thimothee Chalamet. 

Su padre había heredado las tierras del norte de América, al contraer matrimonio con la princesa de Francia, Elizabeth sus reinos se habían unificado, afianzando su poder. 

Ahora el príncipe contaba con una de las mejores herencias. 

Por eso sus padres la habían obligado a casarse con él. Su herencia también era generosa. 

Lucinda heredaría las tierras restantes de Europa, el Sur de América y algunos pequeños reinos del frente Oriental. Estos últimos reinos eran un regalo de su tía difunta. Que en paz descanse. 

Una copa se estrelló justo encima de su cabeza. 

Lucinda ni siquiera se inmutó. Simplemente rodó los ojos y tomó de la mano a su hermana menor. 

Aun que ambas eran mayor de edad y estaban listas para casarse, no querían compartir el lecho con un hombre. No importa si era rico, guapo o un dios disfrazado de abuela. No iban a casarse. 

Los virotes y las copas chocando a lo lejos la hicieron enfurecer aún más.

- Todo esto es una tontería. Yo no necesito casarme. - murmuró Lucinda todavía con la mano de su hermana aferrada a la suya. 

- Lucinda, no puedes dejarme aquí sola. Me niego a casarme con Harold. - la rogó. 

Su hermana abrió la puerta de su dormitorio y la sentó sobre la cama. 

- Escuchame, Amanda. Tu no vas a ir a ninguna parte sin mi. Tienes que ser fuerte. Dentro de poco Padre nos mandará casarnos con nuestros prometidos. Solo será una noche. Después de eso serás libre. Podrás tener todos los consortes que quieras y nadie podrá reprochártelo. 

Las lágrimas de su hermana resbalaban por sus propios dedos. 

- Lucinda tengo miedo - confesó entre sus brazos en un intento de refugiarse del ruido y los gritos obscenos. 

Ambas princesas habían tenido que criarse en un ambiente poco favorable para una princesa. Su padre era un alcoholico y desde la muerte de su madre lo único que hacía era tener bastardos con pueblerinas. 

Lucinda siempre lograba consolar a su hermana a base de cantarla nanas. Eso se había acabado hace mucho tiempo. 

Amanda no era idiota. 

Los golpes en la puerta de los nobles borrachos las acosaron una noche más. 

Lucinda y Amanda se refugiaron entre mantas, rezando por que al menos en la vida de casada no tuvieran que soportar aquella clase de comportamiento. 

 

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Matrimonio Concertado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora