Partida inmediata.

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El corazón de Lucinda martilleaba contra su pecho a cada paso que daba. Los cascos de su caballo eran el único sonido que había oído dentro de su castillo. Un siniestro silencio rodeaba su hogar. Los guardias habían abierto las puertas para ella con la cabeza gacha. Se dirigió a los establos y dejó allí a su caballo. 

Esquivó las palas y los utensilios hasta salir de las caballerizas. Echó un vistazo a su alrededor con la esperanza de ver a alguien deambulando por allí. Se dirigió hacia los salones con el corazón en un puño. Los pasillos estaban desiertos. Aquellos que antaño habían sido testigos de las más famosas fiestas. Rozó con la punta de los dedos la mancha de vino que todavía impregnaba parte del tapiz.

Lucinda oyó como unos pasos se acercaban, por lo que levantó la cabeza, esperanzada. Un hombre de pelo anaranjado y barba del mismo color la sonreía. Era su tío. Corrió hacia él y se fundieron en un abrazo. La joven lloró en su hombro, superada por la situación. 

El hombre acarició su pelo y la guió hasta la habitación en la que su padre estaba postrado. Amanda estaba a sus pies, con los ojos hinchados. 

Lucinda se separó de él, temblorosa. Amanda elevó la mirada, que se iluminó al ver a su hermana. Corrió a sus brazos y la ahogó en un abrazo. La pequeña de las hermanas comenzó a farfullar algo incomprensible mientras la llevaba hasta la cama. Allí se sentó al lado de su padre y tomó su mano, helada. Acarició su piel arrugada y comprendió que ya no volvería a abrir los ojos. Su respiración era demasiado débil. Amanda la apretó el hombro y salió de allí con la compañía de su tío.  

Lucinda clavó la mirada en el suelo cuando un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas.

- Lucinda - dijo una voz ronca. La joven elevó la mirada y vio como su padre hacía un último esfuerzo para ella. 

- Padre - le reconfortó ella inclinándose hacia él. 

El hombre sonrió, torpemente. 

- Lucinda quiero que esta misma noche bajes a las bodegas y cuentes 16 pasos mirando a tu madre. - le dijo entre toses. Lucinda no entendía nada. 

- Padre, no... 

- Cuando estés frente a ella, tendrás que alumbrarla. Cuando la última llama consuma su rostro, podrás tomar aquello que te pertenece. - la confesó. - Ella lo dejó para tu hermana y para ti. - sonrió. 

Lucinda limpió sus lágrimas, que se habían caído en la mano de su padre. Contempló entre lágrimas como la sonrisa se congelaba en su rostro y sus ojos se apagaban poco a poco, perdiendo su luz. Todo había terminado. 

Tomó su mano entre las suyas y posó un beso antes de inclinarse ante él. Rezó por él y decidió que Amanda también querría despedirse. Decidió cerrar sus párpados para que la imagen fuera algo menos grotesca. Respiró hondo un par de veces antes de empujar la puerta y darle a su hermana la noticia. 

Miró a su tío y luego a Amanda. Tenía un nudo en la garganta. Su hermana la tomó de la mano, con mirada interrogante. Las palabras se atascaron y optó por negar con la cabeza, finalmente. 

Su hermana ahogó un grito y corrió a los pies de su padre. Su tío la arropó en un abrazo fuerte. 

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Thimothée había descubierto que su padre había sido más generoso de lo que esperaba, dejando para él más castillos de los que podría necesitar. Comprobó, con sorpresa, que incluso le había quitado algún que otro a Dorian para dejárselo a él. 

Su madre había insistido en que se le hiciera un funeral público, algo que Thimothée odiaba. Había asistido a un par cuando era pequeño y era desagradable. Aún así, sabía que para su madre era importante así que no dudo en asentir cuando ella le tomó de las manos y le comunicó su propuesta. Ahora se encontraba vestido con ropas lúgubres y de mal gusto. En su cabeza reposaba la corona que su padre había llevado cuando gobernaba. 

Este se arrodilló delante del cura cuando tomó la corona que descansaba en un pequeño cojín violeta y tras un juramento, la colocó en su cabeza. Tomó la copa que el cura le tendía y bebió. El cura le bendijo y se reunió de nuevo con su madre, que lloraba desconsoladamente. 

Desconectó cuando el cura comenzó a hablar sobre las grandes hazañas de su padre. Se perdió entre recuerdos e intentó consolarse con la idea de que tal vez podría ver a Lucinda pronto. 

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La joven pasó todo el día consolando a su hermana. Su rostro se había vuelto una máscara de piedra que no mostraba emoción alguna. Amanda dejó de llorar al ver que su hermana no seguía su ejemplo. Lucinda notó las miradas interrogantes de Amanda pero no se atrevió a enfrentarlas. Pues sabía que acabaría contándole todo y no quería que ella se sintiera de alguna manera culpable. Lucinda aún seguía preguntándose como es que su hermana siempre se echaba la culpa de todo, aunque no hubiera tenido nada que ver. 

Estaban sentadas en uno de los bancos del jardín, envueltas en abrigos de piel gruesa, cuando Amanda posó una mano enguantada sobre la de Lucinda. 

- No se que es lo que ha pasado y no te obligaré a hablar de ello, - la dijo Amanda con una triste sonrisa. - pero quiero que sepas que estoy aquí para lo que sea. 

Lucinda parpadeó, para contener las lágrimas. La abrazó, agradeciendo sus palabras. 

- Se que puedo confiar en ti pero todavía no me veo capaz de contarlo. - la dijo con voz temblorosa. 

Amanda sonrió intentando reconfortarla. Se separó de ella y besó una de sus manos. 

- Lo se. 

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Thimothée se encontraba esperando a que su madre terminara de hablar con unos parientes lejanos. Se sentía como un crío. 

- Señor - dijo una voz a su derecha. El joven le dio la espalda a su madre y se centró en el hombre de mirada lastimera. Portaba una corona y su poblada barba revelaba su condición. - Soy el Rey Eldred, de las tierras del Norte. Siento lo de su esposa. - le dijo estrechándole la mano. De uno de sus brazos colgaba una mujer que supuso que sería su esposa. 

Thimothée frunció el ceño aún con sus manos entrelazadas. El hombre, siguió hablando, sin prestarle mucha atención. 

- ¿Esta su esposa por aquí? Quisiera darle mis condolencias por la muerte de su padre. - le dijo. 

Thimothée se quedó en blanco. Por eso Lucinda había partido tan rápido. 

- Yo... - intentó decir. - No, ella ha partido. Acompaña a su hermana en estos días de gran pesar. - le dijo. 

El rey asintió y le dijo algo más que Thimothée no escuchó. Se giró hacia su madre, inquieto, al ver que no había terminado de parlotear. 

- Madre tengo que irme. - la dijo. Y se marchó sin esperar una respuesta. 

Corrió, sorteando a la gente hasta llegar al castillo. Llegó a sus aposentos y comenzó a sacar cosas del armario sin mirar lo que era. Cuando vio unas seis o siete camisas y un par de pantalones, le pareció suficiente como para partir de inmediato. Supuso que su padre tendría en aquel castillo más ropa y no quiso cargar con más peso del necesario. Se cambió de ropa tan rápido como pudo y salió de la habitación, como alma perseguida por el diablo. 

Escribió una carta para su madre y se la entregó a un mensajero. Este se asustó cuando Thimothée le agarró de la camisa y le entregó la carta. 

"PARA MI MADRE" gritó mientras desaparecía por el pasillo. 

Bajó las escaleras de dos en dos y llegó hasta las caballerizas. Allí tomó el primer caballo que vio y le cargó con sus escasas pertenencias. Tomó algunas manzanas que descansaban en un saco y se las guardó también. El caballo necesitaría comer. Se pasó las manos por el pelo, frustrado y le puso las riendas al caballo. Este obedeció y se dejó hacer. Thimothée se subió a lomos de su montura y espoleó las riendas. No tenía pensado parar hasta que llegara a su destino.  

Matrimonio Concertado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora