Daño colateral.

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Lucinda cabalgaba rápido y no pretendía detenerse. Por supuesto, no era idiota. Sabía que tendría que parar cada ciertos kilómetros si no quería que el caballo se desplomara en medio del camino. 

Había visto como muchos altos lores y reyes explotaban a sus caballos y después de aquellos caminos los vendían porque el caballo comenzaba a enfermar. Por eso los caballos de sus tierras eran tan buenos. Ellos sabían que si a un caballo se le sometía a aquellas palizas no durarían ni dos años. Por eso se les cuidaba y entrenaba cuidadosamente. Habían hecho un buen negocio con los animales y vino desde siempre. 

El corazón de la joven se encogió cuando su mente rememoró todos aquellos recuerdos. Su madre, su padre, sus hermanos... 

Amanda. Estaba deseando estrecharla entre sus brazos de nuevo. 

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Thimothée y William ya habían llegado al castillo de Dorian y se encontraban detrás de unos setos, intentando pasar desapercibidos. 

Thimothée ya no guardaba esperanza alguna de que los centinelas de las almenas no hubieran notado movimiento alguno en las lindes del bosque. 

- William nos harías un enorme favor si dejaras de sacudirte como un animal en celo. - le siseó su hermano por lo bajo. 

El chico apartó una rama de un manotazo ante la atenta mirada de su hermano. 

- Es que las ramas están por todas partes. - se quejó él. 

Thimothée estaba exasperado. Le miró por encima del hombro, poniendo los ojos en blanco. 

- Veo que no te falla la vista William. - comentó. - Desafortunadamente el sentido de la memoria comienza a atrofiarse. Te recuerdo que estamos en un bosque. - le dijo conteniendo sus gritos de rabia. 

William le hizo un gesto obsceno y siguió su camino, junto a Thimothée. 

- Alto- susurró este último cortando el paso a su hermano. - Viene alguien, escóndete. - le dijo empujándole detrás de un árbol grueso. 

Él, por su parte, se tumbó en el suelo, bajo el asilo de un tronco hueco. 

Ambos cruzaron una mirada cuando los pasos se acercaron a su posición. Sus cuerpos se tensaron temiendo lo peor. 

Thimothée escuchó el silbido del soldado acercarse cada vez más. Si los descubrían estaban perdidos. El rey apretó los puños en sus costados, con la mandíbula fuertemente apretada. Tal vez si se enfrentaba a él, le pillaría por sorpresa y tendrían una oportunidad.  

Los últimos pensamientos que acudieron en su mente antes de decidirse fueron para Lucinda. Esperaba que estuviera bien en aquella enorme e innecesaria mansión. 

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Lucinda había dejado al caballo en el establo hacía unos segundos y se acercaba con paso rápido hasta el castillo. Sus pies se dirigieron por la antigua entrada, la que cruzaba el jardín. 

Todos los árboles estaban igual de altos y todo parecía igual de bien cuidado como antes de marcharse. Todo parecía brillar con la llegada de la primavera. Aún recordaba las noches tendida en los pastos con su hermana y su madre, admirando las estrellas. Había intentado pintarlas montones de veces pero al final había acabado abandonando. Nunca podría llegar a alcanzar la representación que se merecía. Al igual que Thimothée. Sus dibujos nunca parecían reflejar la realidad. Siempre había un lunar, una mueca o una cicatriz que aparecía de repente. Lucinda habría intentado pintarle mientras dormía pero era igual de complicado que cuando estaba despierto. Tal vez aquellos excelentes escultores pudieran captar su potencial. 

Desechó aquellos pensamientos al ver los altos portones erguirse delante de ella. Sus pies se movieron más rápido, casi corriendo. Atravesó el puente y avanzó a grandes zancadas haciendo levitar su capa alrededor. Tenía el peinado deshecho y las botas llenas de tierra pero no podía importarla menos. 

Avanzó con los puños apretados por los nervios a través de la entrada principal. Sus botas no hicieron el más mínimo ruido al pisar el suelo de piedra de la entrada. El sonido de las risas en las fiestas casi podía volver a oírse. Su mirada observó las armaduras y estatuas que la observaban desde la esquina. Los gruesos tapices colgados del alto techo y la luz entrando a raudales por las coloridas vidrieras. Estaba en casa. Recorrió el pasillo corriendo por la alfombra roja hasta llegar a las escaleras que conducían hacia las cocinas. Allí encontraría a los sirvientes. 

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El cuerpo de Thimothée estaba en tensión. No sabía que diablos hacer. Tal vez su estupidez le costara la vida. Sus manos sudorosas le hacían no agarrar el mango de su espada como debería. 

Masculló una maldición sin emitir ningún sonido, gesticulando exageradamente. 

Tenía que hacer algo. Y rápido. 

- ¿Alteza? - sonó la voz del guardia. - Vuestro amo os espera en casa. Esta muy enfadado porque no se ha presentado a cenar. No quiera hacer que tome medidas o las pagará con vos de nuevo. - habló la voz del hombre de nuevo. 

"¿Amo?" pensó Thimothée. Una oleada de ira le recorrió el cuerpo de arriba a abajo al darse cuenta de que podrían ser perfectamente una idea de Dorian. "¿Las pagará con voz de nuevo?" 

Thimothée apretó sus manos sobre el mango de la espada. Si la había puesto una mano encima... 

- Princesa por favor, salid de... 

Thimothée salió de su escondite con una mueca de ira y la espada en alto. Sus manos ágiles y expertas le cortaron el cuello antes de que pudiera tan siquiera gritar. El joven vio como el soldado se llevaba las manos a la garganta mientras sus ojos desorbitados pedían ayuda en silencio. Thimothée apartó la mirada, sin poder resistir más. Aquello no debería de haber pasado. No debería haber matado a nadie. 

- Vamos - le apremió la voz de Will. Este último avanzó saltando el cuerpo inerte del soldado, hacia el castillo. 

El joven le dirigió una última mirada arrepentida al hombre. Vio en su rostro aquellos carentes de expresión y se agachó para cerrarlos. La mueca seguía siendo desagradable pero probablemente ellos ya no estarían por la mañana, cuando hubieran encontrado el cuerpo. 

Thimothée avanzó a través de la maleza, haciéndose paso con la espada ensangrentada, dejando un rastro de sangre en cada corte que hacía. El muchacho compuso una mueca asqueada y se apresuró a salir de las lindes del bosque. 

Una vez reunido con su hermano, se tomó un momento para observar el cielo nocturno. Las estrellas brillaban en el firmamento. Era una noches despejada y muchas de las constelaciones podían apreciarse allí. Quiso sonreír al acordarse de la pasión de Lucinda por las estrellas pero no pudo hacerlo al recordar que se había llevado una vida por delante hacía tan solo unos segundos. Nadie cuestionaría por qué lo había hecho, puesto que era el rey, pero la idea le pareció ridícula. Condenar a alguien por el mismo acto suponía la pena de muerte. Compuso una mueca asqueada otra vez al no entender aquella estupidez. 

"Al igual que muchas otras" se dijo antes de echar a caminar en dirección al castillo. 


Matrimonio Concertado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora