Capítulo 1

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Buenos Aires, 1919.

—Tu abuelo te ha dejado su casa como herencia, Elena.— le dijo su padre con su gélida expresión, clásica de él.

—¿Qué casa?— preguntó Elena confundida— Pensé que esta casa era suya, père.

—Lo es— afirmó—. Su herencia es su casa en el pueblo.— le aclaró.

Elena intentó, sin éxito, retener su risa. Ambos estaban sentados en el despacho de su padre. Los muebles de mármol y madera oscura contrastaban con la blanca piel de Elena. ¿Su abuelo le había dejado su gran mansión en ese pueblo? Si no había lugar que ella despreciara más y siempre se lo hizo saber al señor. Ni siquiera lo había apreciado a él pese a que pagó por toda su educación en Francia y su estadía de más de 6 años en París.

—Véndala, père. Yo no iré a ese pueblo.— dijo muy decidida, terminando el vaso de whisky que su padre le había servido minutos antes de empezar la conversación.

Pedro miró a su hija a los ojos, que tanto se parecían a los de su madre. En realidad, a medida que el tiempo avanzaba, Elena se parecía cada vez más a Elisa; sus penetrantes ojos verdes que parecía que podían leerte, su extremadamente blanca piel, su cabello oscuro con unas ligeras ondas en las puntas y su pequeña estatura que la podía hacer pasar por una niña. Aunque no se parecía en nada a Elisa en cuanto a carácter; Elena se había convertido en una muchacha encantadora con el paso de los años, quién la conocía llegaba a adorarla. Pero era toda una mentira, una gran le cadre parfait como ella le diría ya que en su español se mezclaban varios vocablos del francés; Elena era una persona muy rencorosa, resentida y despreciable, al punto que todos en su familia habían aceptado que probablemente nunca se casaría ya que ningún hombre la haría cambiar.

—No la venderé— suspiró Pedro—, quiero que vayas, Elena. Después de todo es nuestro pueblo.

—No lo es, père, se lo aseguro.

Elena se excusó con su padre y se levantó de su asiento para salir del despacho. Pedro suspiró, a veces se arrepentía tanto de haber dejado a sus hijos al cuidado de su madre. Elisa murió al dar a luz a los mellizos, así que Elvira se encargó de cuidarlos. Elena y Antonio la consideraban una madre y Pedro nunca tuvo la oportunidad de conseguirles una mejor; trabajaba de sol a sol para que a los tres no les faltase nada, sin darse cuenta de que lo que les faltaba a sus hijos era amor. Que se criaron, al igual que él, por una mujer llena de odio y resentimiento cuyo único objetivo en la vida era vengarse de Mario Escalante y su ridículo pueblo.

Elena caminó cegada por la furia a través de los pasillos de la casona en la que ahora vivía; aquellos pasillos llenos de la influencia europea, tanto que ni siquiera extrañaba su amada París. Tan ensimismada iba en su enojo que no se dio cuenta que chocó a su hermano mellizo, quien tampoco venía prestando atención en su camino. Las noticias del día lo tenían a mal traer y no podía salir de su furia; Antonio, de alguna forma, se había convertido en el típico joven adinerado que se creía superior a los demás. Bueno, de alguna forma no; su abuelo había contribuido haciéndole creer que él era el mejor, que nadie lo podía superar y que no había consecuencias para lo que un Escalante hacía. Así era como Antonio se había convertido en un honorable miembro Liga Patriótica Argentina, a expensas de lo que su padre creía. Pedro había sufrido grandes miserias durante toda su infancia y gran parte de su adultez, por lo que se la pasaba discerniendo con su hijo sobre temas de élite y trabajadores.

—¿Qué te pasa, Elena? ¡Por el amor de Dios!— le gritó Antonio cuando, al chocar con su hermana, el diario se le cayó al suelo.

—Lo siento, petit frère.— se disculpó un tanto apenada, pues no quería que su hermano se enojara con ella.

La venganza de ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora