Capítulo 46

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—¿Dónde rayos estuviste los últimos tres días?— le preguntó Antonio a Elena cuando la supo libre de la atención de sus hijos. La arrastró agarrándola del codo hasta su despacho.

Elena lo miró entre divertida y preocupada por lo que sea que su hermano había estado pensando los últimos días.  

—He estado en Buenos Aires— dijo como si la respuesta fuese obvia.

—¿Por qué no le has dicho nada aún al malnacido de Clemont?— preguntó enojado por la actitud de su hermana— Te he visto cuando llegaste hace rato, lo besaste. Aún usas el anillo de compromiso.

—Wow, Antonio, deberías ser detective— le dijo ella con un tono irónico que provocó que su hermano perdiera los estribos.

—¿Me puedes decir qué harás con esos contratos al menos?

—Oh, ya los he firmado— dijo muy suelta—. Fue lo primero que hice al llegar al pueblo.

Antonio sintió deseos de asesinar a su hermana, no podía creer cómo se había dejado engañar por un cretino ni cómo puso en riesgo todo lo que había construido. Y no tuvo reparos en decirle la mala decisión que había tomado.

—¿Ni siquiera has pensado en tus hijos?— le dijo después de un rato discutiendo.

—Antonio— le dijo con un almohadón sobre su rostro, ese día no se había sentido bien—, me has dicho en el día de hoy tantas cosas hirientes que lo último que te falta decirme es que soy una mala madre.

Antonio suspiró y se dejó caer en la silla. Debía admitir que se había propasado al decirle aquello, de alguna forma había descargado toda su rabia y frustración en su hermana.

—¿Qué tienes?— le preguntó al ver que no tenía intenciones de levantarse del sillón en el que se había acostado.

—Estoy cansada— se justificó—, he manejado hasta aquí y ahora tengo que soportar tu gran desplante. Me duele la cabeza.

Se irguió, ignorando el mareo que le sobrevino, y se dirigió a la habitación de sus hijos. Los tapó, les leyó un cuento y esperó a que se durmieran. Ellos eran su vida, daría todo por que estuvieran bien y nada les faltase. Sin embargo, sabía que lo que les había hecho falta en los últimos días era su mamá.

—Ya volveremos a ser una familia como antes, ya me encargué de que eso sea posible— les susurró sabiéndolos dormidos y salió de la habitación.

Tomó su capa negra y salió de la casa de su hermano, buscó unas cosas en su auto y siguió a pie hasta llegar a su destino.

—¿Qué estás haciendo aquí?— le preguntó Mariano cuándo le abrió la puerta.

—¿Estás sólo o mal acompañado?— le preguntó ella con una sonrisa misteriosa.

—Estoy solo— le respondió sin entender a qué venía aquello.

—¿Esperas alguna mala compañía?— le preguntó ella, aún de pie en la entrada de la casa.

—A nadie, aunque, ¿qué sería una mala compañía?

Elena entonces entró en su casa y se sacó la capa, descubriendo las cosas que había traído: un disco de tango y una botella de champagne.

—Cualquier otra persona que no sea yo es una mala compañía— le dijo con una sonrisa coqueta, pero ante la confusión de Mariano, se dignó a explicarle—. Me habías dicho que querías bailar un tango conmigo como cuando lo hacíamos en el burdel, ¿o eso era sólo para separarme de Clemont?

Mariano se quedó de piedra ante la mención del susodicho; desde que Elena había decidido desaparecer por tres días sin ningún tipo de explicación, había querido echarlo a patadas del pueblo al muy maldito. Lo único positivo de su partida había sido que había sacado a los niños a pasear, para limar las asperezas que habían quedado desde su último encuentro en que habían discutido por cómo estaba tratando a Elena.

Elena se acercó a él dejando las cosas que había en la mesa a su lado. Se puso frente a él, colocó sus manos en su rostro y lo atrajo hacia ella para besarlo.

—¿Me extrañaste estos días?— le preguntó ella.

—No entiendo nada, Elena. Necesito que me expliques qué está sucediendo porque necesito una excusa demasiado buena para no ir en este momento a echar a ese hombre del pueblo.

—¿El qué yo esté a tu lado, quiera bailar contigo y hacerte el amor no es suficiente?— le susurró al oído provocando que se le erizara la piel— Porque, de no ser así, estaría muy decepcionada, Mariano.

—Dime qué es lo que quieres— le pidió él entrando en su juego.

—Quiero festejar que soy asquerosamente rica. Y lo quiero festejar contigo.

Mariano la besó con la necesidad que había acumulado desde que la había visto partir hacia Buenos Aires, con la misma intensidad que la besaba cada vez que tenía acceso a sus labios.

Necesitaba respuestas, necesitaba saber qué había sucedido, pero también sabía que Elena no le diría nada. Al menos en ese momento no. Así que se predispuso a disfrutar de la compañía que le ofrecía y deseó con todo su ser que sus noches sean así por toda la vida.

De ese modo, esa noche le concedió todos sus deseos: bebieron champagne, bailaron tango, rieron, se besaron y terminaron enredados entre sus sábanas. A la mañana siguiente, ella finalmente se lo dijo:

—Estaféa Clemont, es lo único que puedes saber por el momento.

La venganza de ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora