Capítulo 8

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Mariano y Elena salieron del burdel por la puerta de atrás y fueron en dirección a su auto. El clima del presente otoño le erizó la piel por completo a Elena, acción que no pasó desapercibida para Mariano que, inmediatamente, le colocó su saco sobre los hombros. Elena le agradeció con una pequeña sonrisa el gesto y aceptó su mano para que la ayudara a subir al auto. Mariano cerró su puerta y se dirigió a la suya para subir.

Ambos estaban incómodos porque no sabían muy bien qué decir, hasta ese día temprano se habían llevado como perros y gatos y se detestaban. No podían negar que se encontraban en una situación extraña y un tanto comprometedora.

—Me contará entonces, señorita Escalante, ¿dónde aprendió a bailar así?

—En París, monsieur.— le respondió Elena con una sonrisa coqueta. No estaban muy lejos así que Elena pudo divisar la plaza del pueblo no muy lejos.— Así que... ¿qué día se puede bailar tango en este lugar?

—Fue muy afortunada al elegir este día, señorita Escalante. Los jueves es el único día que viene la banda a tocar. ¿Puedo esperarla el próximo jueves?

—Bueno, eso depende, monsieur.— le dijo Elena, mirándolo provocativamente.

—¿De qué depende, señorita Escalante?— le preguntó él con dificultad, sólo podía mirar sus labios.

—De si guarda mi pequeño secreto...

—Que sea nuestro pequeño secreto. Sólo le voy a pedir un favor.

—¿Cuál sería, monsieur?

—No me mire así, señorita Escalante.— le advirtió cuando llegaron a la puerta de su casa.

—¿Así cómo, monsieur?— preguntó como quien no quiere la cosa.

—Como si quisiera que la besara.— dijo tomándola del rostro suavemente con la mano.

Elena le sonrió de nuevo y apartó su rostro de la mano del alcalde.

—Gracias por traerme, monsieur.— le respondió saliendo del auto, sin esperar a que él le abriera y la ayudase a bajar. Entró a su casa y se perdió en la oscuridad de la noche.

Mariano se quedó contemplando la oscuridad en la que ella se había perdido, sabiendo que ya había entrado a su casa y siendo consciente de que ella no volvería para besarlo como él deseaba. Esa mujer lo estaba volviendo loco completamente, estaba las 24 horas del día ocupando sus pensamientos. Jamás hubiera imaginado encontrarla en el burdel, menos vestida de esa forma y con esa actitud. Era como si fuera dos personas completamente diferentes; de día era una dulce maestra y de noche era una puta que bailaba tango en un burdel. Lo peor era que no podía decidir cuál de las dos lo atraía más.

Necesitaba sacarla de su mente porque lo único en lo que podía pensar era en el roce de su pierna al bailar, en la suavidad de su piel y en el aroma de su cuello. Empezó a manejar hasta ese lugar que sabía que encontraría consuelo, aunque sea momentáneo. Frenó el auto frente a esa casa que conocía tan bien y bajó del mismo, tocó la puerta y una mujer abrió luego de unos segundos. No pudo decirle nada porque se abalanzó sobre sus labios, intentando olvidar todo rastro de Elena Escalante de sus sentidos.

Elena entró con todo el silencio posible a la casa y subió de prisa a su habitación. Sabía que tanto Carmela como Isabel no podían reclamarle nada; ella era la patrona, pero no quería que más personas supieran ni tampoco quería dar explicaciones. Se lavó el rostro para sacarse todo el maquillaje que ya le empezaba a molestar, se sacó la peluca y cepilló su cabello. Se puso su camisón y se metió en la cama; al otro día debía despertarse temprano para cocinarle a los niños de la escuela. Su vista se fijó en el saco de Mariano que yacía colgado de una silla y suspiró; ese hombre le ponía los nervios de punta, no se suponía que tenía que sentirse así por él. ¿Por qué no podía odiarlo?, pensó, pero no encontró respuesta. Y ahora, encima, compartían un secreto. La había querido besar... Nunca nadie la había hecho sentir de esa manera, ni siquiera Augusto que había sido el primer hombre que la besó.

La venganza de ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora