Hot cakes de desayuno, ¡yei!

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A la mañana siguiente Meg me despertó de una patada.

—Hora de salir.

Abrí los ojos parpadeando. Me incorporé gimiendo. Cuando era una diosa tenía la costumbre de despertar temprano para aprovechar al máximo el día. Pero ahora era una simple mortal, y despertar tarde era un lujo.

Meg estaba a la cabecera de mi cama con su piyama y sus tenis rojos (Santos dioses, ¿dormía con ellos puestos?), la nariz moqueando como siempre y una manzana verde a medio comer en la mano.

—Me levanto enseguida.

Meg fue a bañarse. Yo me vestí y recogí mis cosas lo mejor que pude. Entre mis nuevas pertenencias (proporcionadas por mis cazadoras), se encontraba un uniforme de cazadora nuevo y un arco como los que proporcionó a mis cazadoras, el cual tenía muchas ventajas sobre el simple arco de madera que llevaba desde el Campamento Mestizo, empezando por decir que era más ligero y resistente. Además de poder ser portado muy fácilmente, ya que desaparecía y aparecía cuando lo necesitaba. Y lo mejor de todo, era como una versión miniatura de mi propio arco, por lo que lo sentía mucho más cómodo y familiar.

Me dirigí a la cocina donde me encontré con Percy.

—¿También te despertó de una patada?—preguntó.

—Sí, para ser tan pequeña tiene mucha fuerza.

Ambos reímos antes de empezar a desayunar.

Mientras comíamos hot cakes, Emmie tarareaba y se movía por la cocina. Georgina estaba sentada enfrente de mí coloreando dibujos y dando patadas a las patas de la silla con los talones. Josephine se encontraba en su taller de soldadura, fundiendo alegremente planchas de metal. Calipso y Leo estaban frente al mueble de la cocina, discutiendo sobre lo que Leo debía llevar en su viaje al Campamento Júpiter y lanzándose trozos de tocino. Se respiraba un ambiente tan acogedor y hogareño que deseé poder quedarme un día más, pero nuestra misión era primordial, lastimosamente.

Litierses estaba sentado a lado de Percy con una gran taza de café. Sus heridas se habían curado casi del todo, aunque su cara seguía pareciendo el campo de batalla de una guerra de gatos a gran escala.

—Yo cuidaré de ellas—señaló a Georgina y a sus madres.

Percy soltó una carcajada.

—Lo más probable es que ellas terminen cuidando de ti, Lit.

Litierses suspiró.

—Sí... tal vez tengas razón.

—Estoy seguro de que te ira bien aquí—dijo Percy—. Confío en ti.

El hijo de Deméter rió amargamente.

—No sé por qué.

—Yo tampoco lo sé exactamente, pero tus acciones te respaldan.

—¿Tendremos la revancha?—preguntó el Deshojador con una sonrisa torcida.

—Cuenta con ello—respondió Percy.

Litierses ahuecó las manos en torno a su café.

—Gracias. Por la segunda oportunidad, y por la batalla.

Detrás de él, en el pasillo más próximo, vi un parpadeo de una luz naranja espectral. Fui a cumplir la otra parte de mi promesa.

Agamedes flotaba delante de una ventana con vista a la rotonda. Su túnica brillante ondeaba movida por un viento etéreo. Pegó una mano al alféizar de la ventana como si estuviera sujetando. En la otra mano sostenía la bola 8 mágica.

—Me alegro de que sigas aquí—dije.

Él no tenía rostro que interpretar, pero su postura parecía triste y resignada.

—Ya sabrás lo qué pasó en la Cueva de Trofonio—supuse—. Sabrás que él se fue.

Agamedes asintió inclinándose.

—Tu hermano me pidió que te dijera que te quiere—dije—. Lamenta tu destino.

Su figura parpadeó como si el viento etéreo se hiciera más fuerte y tirará de él. Me ofreció su bola 8.

Tomé la esfera y la agité por última vez.

La respuesta subió flotando a través del agua, un apretado bloque de texto en la pequeña cara del dado: IRÉ ADONDE DEBO IR. ENCONTRARÉ A TROFONIO. CUIDA DE LOS TUYOS, COMO MI HERMANO Y YO NO PUDIMOS HACER.

Soltó el alféizar de la ventana. El viento se lo llevó, y Agamedes se deshizo en motas de luz de sol.




El sol había salido cuando Percy y yo nos reunimos con Meg en la azotea de la Estación de Paso.

Ella llevaba su clásica ropa color semáforo, debidamente remendadas y lavadas tras la batalla. A cada lado de la cara, tenía escobillad enroscadas en el pelo; sin duda un regalo de despedida de Georgina.

—¿Cómo estas?

Meg se cruzó de brazos y se quedó mirando el huerto de tomates de Hemítea.

—Sí. Okey.

Percy y yo nos miramos, el se encogió de hombros.

—Bueno... ¿cual es el plan?—preguntó Percy—. ¿Por qué estamos en la azotea? Si buscamos el Laberinto, ¿no deberíamos buscar un sótano o algo así?

—Necesitamos un sátiro.

Miré alrededor. No vi que en ninguno de los arriates de Emmie crecieran hombres cabra.

—¿Cómo piensas...?

—Shhh.

Ella se agachó junto a las tomateras y pegó la mano a la tierra. El suelo retumbó y empezó a elevarse, las plantas se separaron. La tierra se apartó y reveló la figura de un joven que dormía de lado. Aparentaba unos diecisiete años humanos, puede que menos. Vestía una chamarra sin cuello encima de una camiseta verde y unos jeans demasiado anchos para sus piernas. Sobre su pelo rizado llevaba un gorro de lana rojo. Una piocha descuidada cubría su barbilla. En la parte superior de sus tenis, tenía los tobillos llenos de tupido pelo castaño. O al chico le gustaban los calcetines de alfombra de pelo o era un sátiro que se hacía pasar por humano.

Me resultaba vagamente familiar. Entonces me fijé en lo que sujetaba ente los brazos: una bolsa de papel blanco de Enchiladas del Rey. Ah, sí. El sátiro que le gustaban las enchiladas. Miré a Percy en búsqueda de confirmación.

El tenía los ojos muy abiertos, en sus labios se dibujó una sonrisa de emoción.

—Meg...—dijo—. De todos los sátiros del mundo, conseguiste al mejor.

El sátiro abrió los ojos sobresaltado.

—¡Yo no me las comí!—gritó—. Sólo estaba...—parpadeó y se incorporó, con un reguero de abono para macetas cayéndole del gorro—. Un momento... esto no es Palm Springs. ¿Donde estoy...? ¿Percy?

El sonrió.

—Hola Grover, cuanto tiempo.




Las pruebas de la luna: La profecía oscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora