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— ¿En serio?—Lucía se quedó con la boca abierta mientras metía el plato en el microondas—¿1895?
Él asintió con la cabeza.
— ¿En qué año te metieron en el libro? La primera vez quiero decir...
La ira se adueñó de su rostro con tal intensidad que Lucía se asustó
— Según tu calendario, en el año 149 a.C.
Lucía abrió los ojos de par en par
— ¡Jesús, María y José! Cuando te llamé Alejandro de Macedonia era cierto. Eres de Macedonia.
Él asintió con un gesto brusco.
Los pensamientos de Lucía giraban como un torbellino mientras cerraba el microondas y lo ponía en marcha. Era imposible ¡Tenía que ser imposible!
— ¿Cómo te metieron en el libro? A ver, según tengo entendido, los antiguos griegos no tenían libros ¿Verdad?
— Originalmente fuí encerrado en un rollo de pergamino que más tarde fue encuadernado como medida de protección—dijo en un tono sombrío y el rostro impasible—Y con respecto a qué fue lo que hice para que me castigarán... Invadí territorio prohibido.
Lucía frunció el ceño. Aquello no tenía sentido; como el resto de todo lo que estaba sucediendo.
— ¿Y por qué ibas a merecerte un castigó por invadir una ciudad?
— Ella no era una ciudad, era la sacerdotisa virgen del dios priapo.
Lucía se tensó ante el comentario y ante la magnitud del castigo que implicaba "invadir" a una mujer. Encerrar al autor de la invasión para toda la eternidad era un poco excesivo.
—¿Violaste a una mujer?
—No la violé—contestó mirándola con dureza—Fue de mutuo consentimiento, te lo aseguro.
Vale, ese era un tema sensible para él. Se percibía claramente en su gélida conducta. No le gustaba hablar del pasado. Tendría que ser un poquito más sutil en su interrogatorio.
Alejandro escuchó el extraño timbre, y observó cómo Lucía apretaba un resorte que abría la puerta de la caja negra dónde había introducido su comida. Ella sacó el humeante plato y lo colocó frente a él, junto con un tenedor plateado y una copa de vino. El cálido aroma se le
subió a la cabeza e hizo que el estómago rugiera de necesidad. Se suponía que debía estar perplejo por el modo tan rápido que ella había cocinado, pero después de haber oído sobre artefactos con nombres extraños como tren, cámara, automóvil, fonógrafo, cohete y
ordenador. Alejandro dudaba que cualquier cosa pudiese tomarlo de sorpresa. En realidad no quedaba ningún sentimiento en él, aparte del deseo; hacía mucho que había desterrado sus
emociones.
Su existencia no era más que una sucesión de fragmentos a lo largo de los siglos. Su única razón de ser era obedecer los deseos sexuales de sus invocadoras. Y, si algo había aprendido en los dos últimos milenios, era disfrutar los escasos placeres que podía obtener
en cada invocación.
Con ese pensamiento cogió una pequeña porción de comida y saboreó la deliciosa sensación de los tibios y cremosos tallarines sobre su lengua. Era una delicia.
Dejó que el aroma a especias y al pollo invadieran su cabeza. Había pasado una eternidad sufriendo un hambre atroz. Cerró los ojos y tragó. Acostumbrado como estaba a la privación en lugar de los alimentos, su estómago se cerró ante el primer bocado. Alejandro apretó con
fuerza el cuchillo y el tenedor mientras luchaba por alejar el terrible dolor.
Pero no dejó de comer. No lo haría mientras hubiese comida en el plato. Había esperado demasiado tiempo para poder calmar su hambre y no estaba dispuesto a detenerse ahora.
Después de unos cuantos bocados más, los retortijones disminuyeron y le permitieron disfrutar plenamente la comida. Una vez su estómago se calmó, tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para comer como un humano y no zamparse la comida a puñados; tal era el hambre que devoraba sus entrañas que en momentos como este. Le era muy difícil recordar que era un humano y no una bestia feroz y desbocada que acababa de ser
liberada de su jaula.
Hacía siglos que había perdido la mayor parte de su condición humana. Y estaba decidido a conservar lo poco que le quedaba.
Lucía se apoyó en la encimera y lo observó mientras comía. Lo hacía lentamente, de forma casi mecánica. No dejaba entrever si le gustaba la comida, pero aún así, continuaba comiendo.
Lo que realmente le sorprendió fueron los exquisitos modales europeos que demostraba. Ella nunca había sido capaz de comer de ese modo, y fue entonces cuando comenzó a preguntarse dónde había aprendido a utilizar el cuchillo para mantener la pasta en el tenedor y evitar que se cayera.
— ¿Había tenedores en la antigua Macedonia?—le preguntó
Él dejo de comer—¿Disculpa?
— Me preguntaba cuándo se inventó el tenedor ¿Ya lo utilizaban en...?—¡Lucía! ¡Estás desvariando! Le gritó su mente ¿Y quién no lo haría en esta situacion? Mira al tipo.
¿Cuántas veces crees que alguien ha actuado como un imbécil y ha acabado devolviendo la vida en una estatua griega? ¡Especialmente una estatua con ese cuerpo!
— Creo que se inventó a mediados del siglo XV—dijo antes de meter otro bocado entre su labios.
— ¿En serio?—preguntó Lucía—¿Tú estabas ahí?
Con una voz ilegible, alzó los ojos y a su vez le preguntó—¿A qué te refieres? ¿Al momento en que inventaron el tenedor o al siglo XV?
— Al siglo XV, por supuesto ... No estabas ahí cuando se inventó el tenedor ¿Verdad?
— No— Alejandro se aclaró la garganta y se limpió la boca con la servilleta—Fuí convocado en cuatro ocasiones durante ese siglo. Dos veces en Italia, una en Francia y otra en Inglaterra.
— ¿De verdad?—intentó imaginar cómo debía ser el mundo en aquella época—Apuesto que has visto todo tipo de cosas a lo largo de los siglos.
— No tantas...
— ¡Oh, venga! En dos mil años...
— He visto mayormente dormitorios, camas y armarios—su tono seco hizo que Lucía se detuviera y él continuó comiendo. Una imagen de Matthew se le clavó en el corazón. Ella sólo había conocido a un imbécil egoísta y despreocupado. Pero parecía que Alejandro tenía más experiencia en ese terreno.



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Créditos a su maravillosa autora.

𝑫𝒊𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝒔𝒆𝒙𝒐 - Lucialex (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora