— Sí—dijo, acercándose a la mecedora que estaba junto a la cama, su pijama estaba sobre el respaldo. Lo cogió y después miró a Alejandro y a la toalla verde que aún llevaba puesta. No podía dejar que se metiera en la cama con ella de esa manera.
Claro que sí se puede.
No, no puedo.
Aún guardaba las pijamas de su padre en el dormitorio que había pertenecido a sus progenitores; ahí estaban todas sus pertenencias y para Lucía, era un lugar sagrado.
Teniendo en cuenta el físico de Alejandro, estaba segura que las camisas no le servirían, pero los pantalones tenían cinturas ajustables y aunque le quedasen cortos, al menos no se le caerían.
— Espera aquí—le dijo—No tardaré nada.
Después de verla marcharse como una exhalación, Alejandro se acercó a los ventanales y apartó las cortinas de encaje blanco. Observo las extrañas cajas metálicas, es decir automóviles, mientras pasaban delante de la casa con aquel zumbido tan extraño que no cesaba un instante, semejante al ruido del mar. Las luces iluminaban las calles y todos los
edificios; se parecían a las antorchas que había en su tierra natal.
Qué insólito era este mundo. Extrañamente parecido al suyo y, aún así, tan diferentes.
Intentó asociar los objetos que veía con las palabras que había escuchado a lo largo de las décadas, palabras que no comprendía. Cómo televisión y bombilla.
Y por primera vez desde que era niño, sintió miedo. No le gustaban los cambios que percibía, la rapidez con la que las cosas habían evolucionado en el mundo.
¿Cómo sería todo la siguiente vez que lo invocaran?
¿Podrían las cosas cambiar mucho?
O lo que era más aterrador, ¿Y si jamás volvían a invocarlo?
Tragó saliva ante aquella idea. ¿Y si quedaba atrapado durante toda la eternidad?, Solo y despierto. Alerta. Sintiendo la opresiva oscuridad entorno a él, dejándolo sin aire en los pulmones mientras su cuerpo se desgarraba de dolor.
¿Y si no volvía a caminar de nuevo como un humano? ¿O hablar como tal? ¿O
tocar a otra persona?
Está gente tenía cosas llamadas ordenadores. Había escuchado al hombre de la librería hablar sobre ello a los clientes. Y unos cuantos habían dicho que, probablemente, los ordenadores sustituirían un día a los libros.
¿Qué sería de él entonces?
Vestida con una pijama azul marino, Lucía se detuvo en la habitación de sus padres, junto a la puerta de espejo del vestidor, dónde guardó los anillos de boda el día posterior al funeral. Podía ver el débil resplandor del diamante Marquise de medio quilate.
El dolor hizo que se le formará un nudo en la garganta; Luchó contra las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.
Con 20 años recién cumplidos en aquella época, había sido lo suficientemente arrogante como para pensar que era una persona madura y capaz de hacer frente a cualquier cosa que la vida le pusiera por delante. Se había creído invencible. Y en un segundo, su vida se derrumbó.
La muerte le arrebató todo aquello que alguna vez tuvo: la seguridad, la fé, su creencia en la justicia y, sobre todo, el amor sincero de sus padres y su amor incondicional.
A pesar de toda la vanidad juvenil, no había estado preparada para que le arrebatan por completo a su familia.
Y, aunque habían pasado 5 años, aún los echaba de menos. El dolor era muy profundo; y el viejo dicho aquel, según el cuál era mejor no haber conocido el amor antes de perderlo, era un enorme fraude. No había nada peor que perder a las personas que te quieren y te cuidan
en un accidente sin sentido.
Incapaz de enfrentar su ausencia, Lucía había sellado la habitación tras el funeral, y lo había dejado todo tal y como estaba.
Abrió el cajón donde su padre guardaba las pijamas y tragó saliva. Nadie había tocado estas cosas desde la tarde que su madre las doblo y las guardó.
Todavía recordaba la risa de su madre. Las bromas sobre el conservador estilo de su padre, que siempre elegía pijamas de franela.
Pero aún, recordaba el amor que se profesaban.
Lo que daría ella por encontrar a la pareja perfecta, como les había sucedido a ellos. Habían estado casados veinticinco años antes de morir y su amor había permanecido intacto desde
el día que se conocieron.
No podía recordar un solo momento en que su madre no sonriera ante una broma de su padre. Siempre iban cogidos de la mano como dos adolescentes, y se robaban besos cuando creían que nadie los veía.
Pero ella los veía.
Y ahora los recordaba.
Quería ese tipo de amor. Pero por alguna razón, no había encontrado a la persona que la dejara sin aliento. Alguien que consiguiera que se le desbocara el corazón y que sus sentidos tambalean.
Alguien sin el cual la vida no tuviese sentido.
— Ay mamá—balbuceó, deseando que sus padres no hubiesen muerto aquella noche.
Lo único que quería era conseguir algo que le hiciese pensar en el futuro.
Algo que la hiciera feliz; de la misma forma que su padre había hecho feliz a su madre.
Mordiéndose el labio, Lucía cogió el pantalón de cuadros azul marino y blanco y salió corriendo de la habitación.
— Aquí tienes—dijo arrojándole la prenda a Alejandro y saliendo a toda prisa hacia el cuarto de baño, en mitad del pasillo.
No quería que él fuera testigo de sus lágrimas. No quería volver a mostrarse vulnerable frente a alguien. Alejandro cambió la toalla por los pantalones y se fue tras Lucía. Había cerrado de un portazo la habitación más cercana a la habitación donde él se encontraba.
— Lucía—la llamó mientras abría la puerta con suavidad. Se quedó paralizado al verla llorar. Estaba en la mitad de un cuarto de aseo extraño, con dos lavamanos incrustados en la pared y una encimera blanca en la cual se apoyaba. Se había tapado la boca con una toalla, en un intento de sofocar sus desgarradores sollozos. A pesar de su severa educación y de los dos mil años de autocontrol, Alejandro se vió arrasado por una oleada de compasión.
Lucía lloraba como si alguien le hubiera roto el corazón. Y eso lo hacía sentirse
incómodo. Inseguro. Apretando los dientes, alejó aquellos insólitos sentimientos. Si algo había aprendido durante la infancia era a no ahondar los problemas de los demás, porque nunca traía nada bueno. No debía de cuidar de nadie más que de él mismo. Cada vez que había cometido el error de interesarse por alguien, lo había pagado con creces. Además, en esta ocasión no había tiempo. Nada de tiempo. Cuánto menos tuviese que ver con las emociones y la vida de Lucía más fácil le resultaría volver a soportar su confinamiento. Y,
entonces, las palabras de Lucía lo golpearon con fuerza, justo en la mitad del pecho.
Ella lo había definido a la perfección: no era más que un esclavo sexual que daba placer para después marcharse. Se aferró con fuerza al tirador de la puerta, no era un animal. Él también tenía sentimientos. O, al menos, solía tenerlos. Antes de que pudiera reconsiderar
sus acciones, entró a la estancia y la abrazó.
Lucía le rodeó con los brazos y se apoyó en él como si se tratara de un salvavidas, mientras enterraba la cara en su pecho desnudo y sollozaba. Todo su cuerpo
temblaba. Algo muy extraño se abrió paso en el interior de Alejandro. Un profundo anhelo que no sabía muy bien cómo describir. Nunca en su vida había consolado a alguien que lloraba.
Se había acostado con tantas personas que no podía recordarlo; pero nunca, jamás, había abrazado a alguien como lo estaba haciendo con Lucía. Ni después de hacer el amor.
Una vez acababa con su pareja de turno, se levantaba, se limpiaba y buscaba algo con qué entretenerse hasta que fuera requerido de nuevo. Incluso antes de la maldición, jamás había demostrado ternura por nadie.
Ni por su esposa.
Como soldado, había sido entrenado desde que tiene memoria para mostrarse feroz, frío y duro. Vuelve con tu escudo o sobre él.
Esas fueron las palabras de su madrastra el día que lo agarró del pelo y lo echó de su casa para que comenzará su entrenamiento militar, a la tierna edad de siete años.
Su padre había sido aún peor. Un legendario comandante espartano que no toleraba las muestras de debilidad. Ni de emoción. El tipo se había encargado, con látigo en mano de que la infancia de Alejandro llegará a su fin, enseñándole a ocultar el dolor. Nadie podía ser testigo de su sufrimiento. Hasta el día de hoy, aún podía sentir el látigo sobre su espalda, y escuchar el sonido que hacía el cuero al cortar el aire entre golpe y golpe. Casi podía ver la mueca burlona de desprecio en el rostro de su padre.
— Lo siento—murmuró Lucía sobre su hombro, devolviéndolo al presente. Él alzó la cabeza para mirarla. Tenía los ojos brillosos por las lágrimas y parecían resquebrajar la capa que cubría su corazón, congelado desde hacía siglos por necesidad y por obligación. Incómodo, Alejandro se alejó de ella.
— ¿Te sientes mejor?—preguntó, Lucía se limpió las lágrimas y se aclaró la garganta. No sabía por qué había ido Alejandro tras ella, pero había pasado mucho tiempo desde que alguien
la consolaba mientras lloraba.
— Sí—murmuró—Gracias.
Él no respondió. En lugar de ser el hombre tierno que la abrazaba instantes antes, había vuelto a ser el señor estatua, todo su cuerpo estaba rígido y no daba muestras de emoción...........................................................
Créditos a su maravillosa autora.
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𝑫𝒊𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝒔𝒆𝒙𝒐 - Lucialex (Adaptación)
FanficESTA NO ES MI HISTORIA, ES UNA ADAPTACIÓN CRÉDITOS A SU MARAVILLOSA AUTORA Sostén el libro sobre el pecho y menciona su nombre tres veces a la medianoche, bajo la luz de la luna llena. Él vendrá a ti y hasta la siguiente luna, su cuerpo estará a tu...