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— ¿Prometeo no es el dios que supuestamente entregó el fuego a la humanidad?—preguntó Lucía
               
— Sí—respondió Cupido.
                 
Lucía miró nerviosa a Alex.
               
— ¿El que fue encadenado a una roca y condenado a que todos los días un águila se comiese sus entrañas?

— Y a que cada noche se recuperara para que el pájaro pudiera seguir comiendo al día siguiente—acabó el ojiverde en su lugar. Los dioses sabían cómo castigar a aquellos que los fastidiaban.
                
Una ira amarga se extendió por sus venas mientras observaba a Cupido.
                 
— Los odio.
            
Cupido asintió.
              
— Lo sé. Ojalá no hubiese hecho nunca lo que me pediste. Lo siento mucho. Lo creas o no, mamá y yo estamos muy arrepentidos.
                 
Con las emociones revueltas, Alex no fue capaz de decir nada. Desolado, lo único que veía era el rostro de Layla en su mente, y la visión le hacía encogerse de dolor. Una cosa era que su familia lo castigara a él, pero nunca deberían haber tocado a los que eran inocentes. Cupido depositó una cajita en la mesa, frente a él.
                
— Si no quieres abandonar la esperanza, vas a necesitar esto.
                 
— Cuídate de los regalos de los dioses—dijo Alex amargamente, mientras abría la caja para encontrar dos pares de grilletes de plata y un juego de diminutas llaves, colocadas sobre un lecho de satén azul oscuro. Al instante reconoció el intrincado estilo de su padrastro.
                 
— ¿Hefesto?
                 
Su hermano asintió.
                 
— Ni Zeus puede romperlas. Cuando sientas que pierdes el control, te aconsejo que te encadenes a algo realmente sólido y que te mantengas...—esperó un momento mientras miraba fijamente a Lucía—alejado de ella.
                
El pelinegro tomó aire. Podría reírse ante la ironía, pero ni siquiera era capaz de reunir fuerzas. De una u otra manera, en cada invocación, siempre acababa encadenado a algo.
                 
— Eso es inhumano—balbuceó Lucía.
                
Cupido le dedicó una mirada feroz.
                
— Pequeña, hazme caso; si no lo encadenas, lo lamentarás.
                  
— ¿Cuánto tiempo tardará?—preguntó Alex.
               
Él se encogió de hombros.
                
— No lo sé. Depende mucho de ti y del autocontrol del que dispongas—espetó Cupido—Conociéndote, es bastante posible que ni siquiera las necesites.
                
El ojiverde cerró la caja. Podía ser muy fuerte, pero no tenía el optimismo de su hermano. Lo había perdido hacía mucho, lenta y dolorosamente. Eros le palmeó la espalda.
                 
— Buena suerte.
                
Alex no dijo nada mientras su hermano se alejaba. Miraba fijamente la caja mientras las palabras de Cupido resonaban en su cabeza. Si algo había aprendido a lo largo de los siglos, era a dejar que las Parcas se salieran con la suya. Era una estupidez pensar que tenía la oportunidad de ser libre. Era su penitencia y debía aceptarla. Era un esclavo, y un esclavo seguiría siendo.
                  
— ¿Alejandro?—le llamó Lucía—¿Qué te pasa?
               
— No podemos hacerlo. Llévame a casa, Lucía. Llévame a casa y déjame que te haga el amor. Vamos a olvidarlo antes de que alguien, seguramente tú, se lastime.
                 
— Pero ésta es tu oportunidad de ser libre. Podría ser la única que tengas. ¿Has sido convocado antes por una consagrada?
              
— No.

— Entonces, debemos hacerlo.

— No lo entiendes—le dijo entre dientes—Si lo que Eros dice es cierto, para cuando llegue esa noche, no seré yo mismo.

— ¿Y quién serás?

— Un monstruo.

Lucía le miró con escepticismo.

𝑫𝒊𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝒔𝒆𝒙𝒐 - Lucialex (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora