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— Cuéntame entonces, ¿Qué haces mientras estás en el libro? ¿Te tumbas y esperas a que te invoquen?
Él asintió.
Alejandro se encogió de hombros y Lucía cayó en cuenta de que, en realidad, no
demostraba tener un gran número de expresiones.
Ni de palabras.
Se acercó a la mesa y se sentó en un taburete frente a él.
— A ver, de acuerdo con lo que me has dicho tenemos que estar juntos durante un mes, ¿Qué tal si nos dedicamos a charlar para hacerlo más agradable?
Alejandro levantó la mirada, sorprendido. No recordaba la última vez que alguien había querido conversar con él, excepto para darle ánimos o hacerle sugerencias que lo ayudaran a incrementar el placer que les proporcionaba. O para pedirle que volviera a la cama. Había aprendido a una edad muy temprana que las personas sólo querían una cosa de él; esa parte de su cuerpo enterrada profundamente entre sus muslos.
Con esa idea en la mente, paseó lentamente la mirada por el cuerpo Lucía, deteniéndose en su cintura, la cuál era sorprendentemente diminuta, Lucía cruzó los brazos avergonzada y esperó a que él la mirara a los ojos, Alejandro casi soltó una carcajada. Casi.
— A ver—dijo él utilizando sus mismas palabras—Hay cosas que hacer con la lengua mucho más placenteras que charlar, como pasartela por todo el abdomen o la garganta—bajó la mirada hacia el lugar donde, quedaría su regazo a través de la mesa—Sin mencionar otras partes que podría visitar...
Por un momento, Lucía se quedó sin habla. Y después le encontró gracia al asunto. Y un segundo más tarde empezó a ponerse muy caliente. Como terapeuta, había oído cosas más sorprendentes que esa. Sí, claro, pero no lo había dicho una persona con la que ella no quería hacer otra cosa aparte de hablar.
— Tienes razón, hay muchas otras cosas que se pueden hacer con una lengua; como por ejemplo, cortarla—le dijo y se encontró con la sorpresa que reflejaron sus ojos—Pero soy una chica a la que le gusta mucho hablar, y tú estás aquí para complacerme ¿Cierto?
Su cuerpo se tensó de una forma muy sutil, como si se resistiera a aceptar su papel—Es cierto.
— Entonces, cuéntame lo que haces mientras estás en el libro.
Lucía sintió como sus ojos la atravesaban con una intensidad tan abrasadora que la dejó intrigada, desconcertada y un poco asustada.
— Es como estar encerrado en un sarcófago—contestó él en voz baja—Oigo voces, pero no puedo ver luz ni alguna otra cosa. No puedo moverme, simplemente me limito a esperar y
escuchar.
Lucía se horrorizó ante la simple idea. Recordaba el día, mucho tiempo atrás, que se había quedado encerrada accidentalmente en el armario de herramientas de su padre; la
obscuridad era total y no había modo de salir. Aterrorizada, había sentido como se le oprimían los pulmones y que la cabeza empezaba a darle vueltas por el miedo. Chilló y pataleó contra la puerta hasta que sus manos estuvieron llenas de moretones.
Finalmente su madre la escuchó y la ayudó a salir. Desde entonces, Lucía sentía una ligera claustrofobia debido a la experiencia. No podía imaginarse lo que sería pasar siglos enteros en un lugar así.
— Es horrible—balbuceó.
— Al final llegas a acostumbrarte. Con el tiempo.
— ¿De verdad?—no estaba muy segura, pero dudaba que fuese cierto. Cuando su madre la sacó del armario, descubrió que sólo había estado encerrada media hora, pero a ella le había parecido una eternidad, ¿Qué se sentiría pasar realmente una eternidad así?—¿Has intentado escapar alguna vez?
La mirada que le dedicó lo decía todo.
— ¿Qué sucedió?—Lucía preguntó.
—Obviamente no tuve suerte.
Se sentía muy mal por él. Dos mil años encerrado en una cripta tenebrosa. Era un milagro que no se hubiera vuelto loco. Que fuera capaz de sentarse con ella y hablar. No era de extrañar que le hubiese pedido comida. Privar a una persona de todos los placeres
sensoriales era una tortura cruel y despiadada. Y entonces supo que iba ayudarlo. No sabía muy bien cómo hacerlo, pero debía haber un modo de liberarlo.
— ¿Y si encontramos el modo de sacarte de ahí?
— Te aseguro que no hay ninguno.
— Eres un tanto pesimista ¿No?
La miró divertido—Estar atrapado durante dos mil años tiene ese efecto en las personas.
Lucía lo observó mientras acababa la comida, con la mente en ebullición. Su parte más optimista se negaba a escuchar su fatalismo, exactamente igual que la terapeuta que había en ella se negaba a dejarlo marchar sin ayudarlo. Había jurado aliviar el sufrimiento de las personas, y ella se tomaba sus juramentos muy a pecho.
Quién lo sigue, lo consigue. Y aunque tuviese que pelear contra todo.
¡Encontraría la forma de liberarlo!
Mientras tanto, decidió hacer algo que dudaba mucho que alguien hubiese echo por él antes. Las otras personas lo habían mantenido encerrado en los confines de su dormitorio o sus roperos, pero ella no estaba dispuesta a encadenarlo.
— Bien, entonces digamos que esta vez, serás tú quien disfrute—él alzó la mirada del plato con repentino interés—Voy a ser tu sirvienta—continuó Lucía—Haremos cualquier cosa que se te antoje. Y veremos todo lo que se te ocurra—mientras tomaba un sorbo de vino, Alejandro curvó los labios en un gesto irónico—Quítate la ropa.
— ¿Cómo?—preguntó Lucía. Alejandro dejó a un lado la copa de vino y la atravesó con una candente y lujuriosa mirada.
— Has dicho que puedo ver lo que quiera y hacer todo lo que se me antoje. Bien pues quiero ver tu piel al desnudo y después pasar mi lengua por...
— ¡Hey, hey, hey! Relájate—le dijo Lucía con las mejillas ardiendo y el cuerpo abrazado por el deseo—Creo que vamos a tener que dejar en claro unas reglas que tendrás que cumplir mientras estés aquí. Número uno: nada de eso.
— ¿Y por qué no?—eso mismo le exigió su cuerpo entre la súplica y el enfado.
— Porque no soy ese tipo de chica.



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Créditos a su maravillosa autora.

𝑫𝒊𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝒔𝒆𝒙𝒐 - Lucialex (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora