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Lucía cerró los ojos mareada con el aroma del sándalo. El aliento de Alex le acariciaba el cuello, todo su cuerpo quería rendirse ante él. Sí, por favor, sí.
Lo observó disimuladamente.
¡Ay, cómo desearía pasar la lengua por esa piel dorada, y comprobar que el resto de su cuerpo era tan sabroso como su boca!.
Alex sería espléndido en la cama. No había duda. Pero Lucía no significaba nada para él. Nada en absoluto.
— No puedo—balbuceó, dando un paso atrás.
Con la decepción reflejada en los ojos, Alex apartó la mirada y adoptó una actitud brusca y resuelta.
— Podrás—le aseguró.
Interiormente, sabía que Alex tenía razón. ¿Cuánto tiempo sería capaz una persona de resistirse a un hombre como él?. Alejando esos pensamientos de la mente, miró al otro lado de la calle.
— Necesitamos comprarte algo que te siente bien.
— No he podido hacer otra cosa, pero no consigo nada que vaya con él, además la estupenda idea de que lo trajera conmigo fue tuya.
— De acuerdo. Estaremos en F21, por si nos necesitas.
— Muy bien, pero tengan cuidado.
— ¿Que tengamos cuidado?—preguntó Lucía.
Mariana señaló a Alex con el dedo gordo.
— Si hay una estampida de mujeres, hazme caso y apártate de su camino. Desde que se fue el último grupo de admiradoras no siento el pie derecho.
Lucía cruzó la calle entre carcajadas. Sabía que Alex iría tras ella; de hecho, sentía su presencia cerca. Era algo innegable: ese hombre tenía una forma horrorosa de invadir sus pensamientos y sus sentidos. Ninguno de los dos dijo una palabra mientras atravesaban la atestada galería comercial, y entraban en la primera tienda que vieron.
Lucía echó un vistazo hasta encontrar la sección de ropa masculina. Cuando la localizó, se dirigió hacia allí.
— ¿Qué estilo de ropa te gusta más?—le preguntó a Alex, mientras se detenía junto al expositor de los jeans.
— Para lo que tengo en mente, el nudismo nos vendría bien.
Lucía puso los ojos en blanco.
— Estás intentando fastidiarme, ¿Verdad?.
— Tal vez. Debo admitir que me gusta mucho cuando te sonrojas.
Y se acercó a ella, Lucía se apartó y dejó que el mostrador de los vaqueros se interpusiera entre ellos.
— Creo que necesitarás por lo menos tres pares de pantalones mientras estés aquí.
Él suspiró y miró atentamente los jeans.
— ¿Para qué molestarte si me iré dentro de unas semanas?
Lucía lo miró furiosa.
— ¡Por Dios, Alex!—le espetó, indignada—Te comportas como si nadie se hubiese preocupado de vestirte en tus anteriores invocaciones.
— No lo hicieron.
Lucía se quedó paralizada ante el desapasionado tono de su voz.
— ¿Me estás diciendo que durante los últimos dos mil años nadie se ha preocupado de que te pongas algo de ropa encima?
— Sólo en dos ocasiones—le contestó con la misma inflexión monótona—Una vez, durante una ventisca en Inglaterra, en la época de la Regencia, una de mis invocadoras me cubrió con un camisón rosa de volantes, antes de sacarme al balcón para que su marido no me
encontrara en la cama. La segunda vez fue demasiado bochornosa para contártela.
— No tiene gracia. Y no entiendo cómo alguien puede tener a alguien al lado durante un mes y no preocuparse de que se vista.
— Mírame, Lucía—le dijo, extendiendo los brazos para que contemplara su cuerpo—Soy un esclavo sexual. Nadie había pensado jamás en ponerme ropa
para cumplir con mis obligaciones antes de que tú llegaras—la apasionada mirada del ojiverde la mantenía en un estado de trance, pero el dolor que él intentaba ocultar en las profundidades de sus ojos la golpeó con fuerza. Y el golpe le llegó al alma—Te aseguro—prosiguió él en voz baja—Que una vez me tenían dentro, hacían cualquier cosa por mantenerme allí; en la Edad Media, una de las invocadoras atrancó la puerta y le dijo a todo el mundo que tenía la peste.
La castaña desvió la mirada mientras le escuchaba. Lo que contaba era increíble, pero podía decir ( por la expresión de su rostro) que no estaba exagerando ni un poco. No era capaz de imaginarse las degradaciones que habría sufrido a lo largo de los siglos. ¡Santo Dios!, la gente trataba a los animales mejor de lo que le habían tratado a él.
— ¿Te invocaban y ninguna de ellas conversaba contigo, ni te daba ropa?.
— La fantasía de todo hombre, ¿no es cierto? Tener a un millón de mujeres dispuestas a arrojarse a tus brazos, sin compromisos ni promesas. Sin buscar otra cosa que tu cuerpo y las pocas semanas de placer que puedes proporcionarles—el tono ligero no consiguió ocultar la amargura que le invadía. Puede que ésa fuese la fantasía de cualquier hombre, pero estaba claro que no era la de Alex.
— Bueno—dijo Lucía, volviendo a los jeans—Yo no soy así, y vas a necesitar llevar algo encima cuando salgamos.
La mirada que él le dedicó fue tan iracunda que dio un involuntario paso hacia atrás.
— No me maldijeron para ser mostrado en público, Lucía. Estoy aquí para servirte a ti, y sólo a ti—qué bien sonaba eso. Pero ni aún así iba a darse por vencida. No podía utilizar a un ser humano de la forma que Alex describía. Estaba mal y no sería capaz de seguir
viviendo consigo misma si le hacía eso.
— Me da igual—dijo, decidida—Quiero que salgas conmigo y vas a necesitar ropa—y comenzó a mirar las tallas de los pantalones. Alex guardó silencio. Lucía alzó los ojos y captó la tenebrosa y encolerizada mirada de él.
— ¿Qué?.
— ¿Qué de qué?—espetó él.
— Nada. Vamos a ver cuál de éstos te queda mejor—cogió unos cuantos jeans de diferentes tallas y se los ofreció. Por el modo en que Alex reaccionó, cualquiera habría pensado que le estaba dando una mierda de perro.
Sin hacer caso de su amenazante apariencia, Lucía le empujó hacia los probadores y cerró con fuerza la puerta de uno de los compartimentos tras ella. Alex se quedó paralizado al entrar en el pequeño cubículo. Su imagen le asaltó súbitamente desde tres ángulos
diferentes. Durante un minuto, fue incapaz de respirar mientras luchaba contra el irrefrenable deseo de huir del estrecho y reducido habitáculo.No podía hacer un solo movimiento sin darse un golpe con la puerta o con los espejos. Pero aún peor que la claustrofobia, fue enfrentarse a la imagen de su rostro. Hacía siglos que no contemplaba su
reflejo. El hombre que tenía delante se parecía tanto a su padre que le entraron deseos de hacer pedazos el cristal. Tenían los mismos rasgos angulosos y la misma mirada desdeñosa.
Lo único que no compartían eran los ojos verdes, y la profunda e irregular cicatriz que atravesaba la mejilla izquierda de su progenitor. Por primera vez en incontables siglos, Alex contempló la
desagradable imagen de las tres trenzas que le identificaban como general, y que le caían sobre el hombro.



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Créditos a su maravillosa autora.

𝑫𝒊𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝒔𝒆𝒙𝒐 - Lucialex (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora