𝗗𝗢𝗖𝗘: Tiempo Prestado

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Desde mi silla, con las manos metidas dentro de los bolsillos de mi abrigo observo el agua del río correr. Mi pierna derecha no deja de rebotar contra el suelo, nerviosa, veo hacia el reloj en las paredes enchapadas. Regreso la mirada al río, concentrándome en el movimiento del agua.

Nadie ha tocado su comida aún. Miradas perdidas, algún tic nervioso y mentes distantes. Todos a la espera de ver a cierto castaño de ojos negros entrar por esas puertas en cualquier momento. La idea de que esas manijas marquen las tres de la tarde y que no aparezca me consume.

Pienso, imagino e ideo cientos de planes.

¿Qué haremos si Billy no llega?

Fueron un par de bonitos días escapando de la realidad, todos confinados en aquel departamento o en el Square Garden jugando a ser una familia feliz, desayunando en el café donde Paloma trabaja solo para que sus jefes puedan ver lo buena que puede llegar a ser. Sin embargo, los problemas seguían ahí y el tiempo que le fue dado a Billy había llegado a su fin.

Tras contar el dinero innumerables veces, pasando los billetes por la máquina, con la patética esperanza de que se multiplicaran, no nos quedó más que aceptar la realidad. Con tres maletas de mano hicimos el viaje todos hasta aquí.

Long Island se siente más frío que Hell's Kitchen, la brisa del frío me pega en la cara, helando mi piel con ese aire salado y dulce a la vez. Theo carraspea, restregando sus palmas sobre la piel de su rostro e inflando las mejillas con expresión consternada recarga la espalda en la silla.

—¿Alguien recuerda a qué hora se lo llevaron? —pregunta, rompiendo el silencio sobre la mesa.

Me encojo de hombros, intentando recordar la hora marcada en la pantalla de mi teléfono.

—¿Doce? ¿Una? —tanteo, insegura.

Paloma tuerce la boca, preocupada.

—Ya vendrá —asegura, intentando relajarse.

Bajo la mirada hacia la comida de mi plato, observando los colores, las formas y texturas. Mientras más veo menos hambre tengo, mientras más pienso más se acelera mi corazón, mientras más espero que él cruce por esas puertas más siento que la vida se me acaba.

Cuando estoy por gruñir de mera exasperación la campanilla de la entrada tintinea, haciendo eco por todo el restaurante. Todos estiramos los cuellos, buscando al castaño de las piernas largas por todo el lugar.

Un indescripitible alivio me recorre el cuerpo entero en cuando le veo de una sola pieza caminar hacia nosotros. Theo echa los ojos para atrás en una expresión de calma y Paloma se lleva una mano al pecho.

—Ya nos hacíamos la idea de que tendríamos que ir a recuperar tu cadáver —le dice el ojiazul, de mal humor.

Billy tuerce la cabeza, achicando sus ojos en una expresión de resignación.

—¿Aceptó el dinero? —le pregunto.

—Estaba tan ebrio que por un momento pensé que jugaría a la ruleta rusa conmigo y con sus cuchillos —responde— ¿Terminaron de comer? No creo que debamos hablar de esto aquí —susurra.

Empujo mi plato lejos y soy la primera en pararme de la mesa. Tras pagar la cuenta, los cuatro salimos del lugar, caminando en silencio hacia la orilla del puerto. Billy se apoya en el barandal metálico, dándole la espalda al río.

—¿Qué pasó?

—Me llevaron al departamento que tiene aquí, me recibió como si le alegrase verme —sacude la cabeza—, estaba tan borracho que no me sorprendería que no recordase que fui a verlo. Aceptó el dinero, sí y accedió a darme un mes más para juntar lo faltante...

—¡Eso es bueno! —exclama Paloma— ¡Muy bueno!

—¡No! —niega Billy de inmediato— ¿Crees que es el hada madrina? Ya me deben estar vigilando a través de la mira de una M107... Ese no es más que tiempo prestado, no puedo demorar más de unos días en juntar el resto del dinero... Ese imbécil va a matarme, enserio va a matarme o a cualquiera de ustedes.

Observo su rostro con detenimiento, profundizando en su expresión atormentada y ojos ansiosos.

—Hay algo que aún te molesta —señalo con sospecha.

Gira su pálido rostro hacia mí.

—Sí, el que haya alguien intentando matarme —responde— ¿No se te escapa nada, no?

Le pego un manotazo en el brazo.

—Tienes esa cara estúpida que haces cuando algo te está molestando —señalo—, así que escúpelo, Billy.

Sus ojos carbón se pasean por el lugar, buscando un tema del cuál aferrarse, rasca una de sus cejas nerviosamente antes de meter las manos a los bolsillos de su chaqueta.

—Mierda —gruñe, rendido—. Ross estuvo divagando, hablando estupideces la mayor parte del tiempo, presumiendo lo que había logrado, esa clase de mierda... Me interesaba un carajo hasta que empezó a hablar de este amigo que tiene y uno de sus muchachos que asesinaron hace poco, dijo que su amigo estaba realmente apenado, que el chico había hecho uno de los trabajos más grandes para él.

Mi mente empieza a maquinar ideas, las miles de posibilidades se reducen solo a unas cuantas y en cuanto su mirada choca la mía sé qué es lo que va a decir, porque puedo sentirlo, puedo sentir esa nube negra de pesar posarse sobre mí.

—Su muchacho —masculla con desprecio—, asesinó a una pareja casada hace unos meses, era algo que el amigo de Ross había buscado hacer desde hacía mucho y este chico fue el que los sacó del mapa ¿Te suena familiar?

—Nombre —mi voz se quiebra— ¿Te dio un nombre?

Puedo sentir la presión de mu cuerpo elevarse, mis oídos chirriar, el calor extenderse por todo mi cuerpo como una bola de fuego en mi pecho. Las puntas de mis dedos tiemblan y mi voz se quiebra, pero no es llanto, no. Es rabia. La más pura y efervescente rabia.

Quería un nombre, quería oír ese grupo de sílabas salir de sus labios. Era todo lo que había estado buscando todo este tiempo, solo oír el nombre del monstruo que arruinó mi vida.

—Solo dijo su nombre, no apellidos, no ubicaciones, nada más que su nombre —responde.

—¿Cuál es su nombre?

—Braxton.

Perros de Guerra | ✓ EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora