𝗗𝗢𝗦: Antihéroe

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Billy se pregunta por cuarta vez en la mañana qué demonios está haciendo con su vida mientras desayunamos. Tenemos una conversación rápida, tiramos datos básicos uno del otro mientras terminamos nuestros cafés. Él tiene veintiséis años pero dependiendo si usa barba o no se puede llegar a ver menor, resulta que no es asesino a tiempo completo, de alguna manera tiene que justificar sus ganancias al momento de pagar impuestos por lo que su pantalla es un puesto como programador, no le pagan tan bien pero el encargado del departamento de finanzas es su amigo de infancia así que le ayuda a cuadrar sus papeles y declaraciones a fin de mes.

Su padre fue marine, murió cuando él tenía quince y su madre al parecer no existe. Billy es amargado, tiene una manía con rodar los ojos, odia el desorden y no tiene idea de porqué me está dejando vivir con él. Fue el impulso de un buen samaritano.

Hay pocas reglas: No hablarle a nadie sobre él, no tocar su computadora, no comerse la mantequilla de maní y otras más que ya no recuerdo.

—¿Me enseñaras a disparar? —pregunto por tercera vez consecutiva.

Él ríe, sarcástico.

—Mejor comienza describiéndome a los tipos —cambia de tema, apartando su plato con bordes de pan—, empecemos por ahí o esto nos va a tomar más de un año ¿Por qué los atacaron?

—Creo que querían robarnos, mi padre les ofreció todo lo que teníamos —recordar es difícil, todo es borroso en mi mente—, lo raro es que no aceptaron nada, incluso después de matarlos no se llevaron nada. La mayor parte del tiempo estuve en estado de shock —confieso, enojada—, pero eran tres, largos, flacos, encorvados, traían abrigos, sintéticos, el tipo que me tenía sujeta tenía un tatuaje en el brazo, negro, parecía ocupar todo el antebrazo.

—¿Y sí viste de qué era el tatuaje, no? —pregunta.

—No lo sé —agudizo la mirada, intentando recordar—. Quizá... eran palabras mezcladas con dibujos. Todos tenían capucha o gorra, realmente no vi nada que pueda ser muy útil.

—Me vas a hacer buscar fantasmas —resopla— ¿En dónde fue?

—Barrio chino —respondo—, alrededor de las doce de la noche, viernes.

—¿Tu graduación, verdad? —pregunta.

Asiento. Los recuerdos de ese día me invaden, desde el momento en el que abrí los ojos y la mañana era cálida, el reflejo de mi madre en el espejo peinándome para mi gran día, el amor con el que mi padre no dejaba de mirarme. Ahora no tengo más que recuerdos de esa vida que ya ni siquiera parece que alguna vez fue mía.

—¡Oh! —exclamo, recordando algo más— El tipo que iba a matarme no me dejó ver su cara, pero llevaba una placa, creo que decía Ransom.

Frunce el ceño, algo confundido.

—Bien, veré lo que puedo hacer —asiente solemne—, debo irme... ¿No tienes algo que hacer? ¿Clases? ¿Universidad?

Le pongo mala cara. Ríe, divirtiéndose con su crueldad.

Nunca pensé decir esto pero realmente me haría bien tener algo de normalidad. Clases, horarios, responsabilidades como limpiar, ordenar, pasear al perro...

—Ups —se disculpa de manera fingida—. No salgas, soy discreto respecto a mi trabajo pero aun así hay gente que me vigila, si te importas a ti misma, no abandones el departamento y no te acerques a las ventanas ¿Bien? No quiero sacarte en una bolsa de mi departamento, la sangre es difícil de lavar.

Genial, el problema no sería morir, el problema sería su alfombra sucia y no poder lavarla.

—Entiendo, no sangraré sobre tu alfombra si me disparan a distancia —afirmo— ¿Me enseñarás algo? Digo, si seré esta clase de asistente, para ser eficiente debo saber siquiera cómo defenderme.

Perros de Guerra | ✓ EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora