𝗖𝗔𝗧𝗢𝗥𝗖𝗘: Infiltrados

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Acomodo el tirante del vestido negro sobre mi hombro, alisando la tela de la falda sobre mis piernas antes de darle los últimos toques a mi labial rojo. Veo mi imagen completa en el espejo de la habitación de Billy, sintiéndome extraña.

Muevo la cabeza de un lado al otro, detallando mi propio cuerpo y la manera en la que el vestido se acentúa a mis suaves curvas. 

No me había visto así en mucho tiempo. No me había maquillado ni peinado así en mucho tiempo. Muevo uno de mis tobillos en movimientos circulares, sintiendo los tacones raros en mis pies.

Es como ver a un fantasma del pasado.

Llaman a la puerta en tres toques suaves.

—Puedes pasar.

A través del reflejo veo a Billy entrar, trae la corbata en la mano y al verme se detiene.

—Terrible —se encoje los hombros, con expresión resignada—, lo siento pero es así.

Ruedo los ojos, dándole paso a una sonrisa tonta.

—Eres un envidioso —declaro, señalándolo de pies a cabeza.

Se ríe.

—Así que esta era la vieja Madison Raeken... —me detalla con la mirada, haciéndome sentir nerviosa.

—Oh, sí, me vestía así solo para salir al balcón —me luzco de un manera exagerada.

—Detenías el tráfico de todo Nueva York desde allá arriba —asegura.

—Pensé que me veía terrible —elevo una ceja.

—Me cuesta decir cosas positivas —tuerce la sonrisa—, pero si debo decirlo... Te ves como la clase de chica por la que uno deja de caminar en la calle.

Le dedico una última sonrisa antes de encaminarme hacia la puerta, lista para partir en cualquier momento. Ya todos estaban donde se supone que deberían. Paloma había logrado conseguir un pequeño trabajo como mesera para el evento, ella hallaría la manera de contribuir de alguna manera, de todas maneras, tener a alguien con acceso a las entradas y salidas no era nada malo.

Theo desapareció por la mañana, parecía estar cerca de encontrar al último hombre de su lista. Podías verlo en sus ojos cuando llegó, la expectativa, el terror, la ansiedad. No lo conocía desde hacía mucho, pero si alguna mirada tuvo que tener en el momento en el que se quedó solo en el mundo, debía ser esa.

Mientras subíamos al auto y emprendíamos el camino al lugar donde mis padres solían trabajar solo puedo pensar en lo que en realidad todos somos. Nos lleváramos cinco, cuatro o tan solo dos años de diferencia, todos teníamos el corazón tan herido como unos niños.

Podrían verlo en nuestros ojos cuando nos atrapasen mirando a la nada, nuestros cuerpos envejecen con los años pero nuestras miradas no. Podía verlo en los ojos de Billy, los ojos de un niño que aún en la oscuridad buscan el calor de un abrazo, los ojos de un niño decepcionado, martirizado. Podías verlo en los ojos verdes de Paloma, los ojos de una niña asustada, aterrada del mundo, desconfíada. En los ojos de Jessie, la incertidumbre. En los de Theo, un niño que no deja de buscar a sus padres.

Me preguntaba qué mirada tendría yo.

Al llegar, nos recibe el encargado del estacionamiento, ambos ingresamos al edificio, guiados por una carpeta negra hacia el salón de conferencias transformado en una sala elegante. Un grupo de jazz toca música suave sobre el escenario y un encargado nos guía hacia nuestra mesa.

Perros de Guerra | ✓ EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora