Capítulo 2

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Un instante después, varias voces se pusieron a exclamar lo mismo.

—¿Criaja? ¿Corazón? ¿Qué laberinto?

—Levántate, vamos, pinga.

Marta, desorientada, cogió la mano que se le ofrecía y la persona que le había hablado primero tiró de ella tan fuertemente que se puso en pie de inmediato quedándose cara a cara frente a ella. Era una chica de pelo negro muy corto, con las cejas y los ojos oscuros y los labios finos, ancha de hombros y de apariencia atlética. Vestía con una simple camisa negra a la cual le habían arrancado las mangas de manera que era de tirantes y unos pantalones marrones anchos desgastados, y tenía en la cara incrustada una sonrisa. Marta dirigió la vista hacia arriba y vio, rodeando el hueco del ascensor, a otras veinte chicas más de entre quince y diecisiete años que la observaban con curiosidad.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Te lo acabo de decir, pedazo de zuca —replicó la chica del pelo corto, la única que estaba con ella dentro del ascensor—. Si puedes recordarlo dime cómo te llamas.

Las voces cesaron de repente todas a la vez y se hizo el silencio total.

—Marta —dicho esto, la chica oyó un grito de alegría a lo lejos y muchas exclamaciones de fastidio.

—Bien, Marta, yo me llamo Isabel.

—¿Dónde…?

—Jolín, harapo, ¿vas a preguntarlo otra vez? —la cortó la que había dicho que se llamaba Isabel.

—Sí, hasta que me respondas.

—¡La pipiola nos ha llegado una curiosa y contestona! —gritó Isabel alzando la cabeza. Más exclamaciones, todas parecían voces femeninas, aunque la de la del pelo corto era más grave. ¿Nos ha llegado? ¿Qué era eso, una cárcel?, pensó Marta.

Alguien trajo una escalera hecha con tablas de madera atadas entre sí con cuerda desde arriba e Isabel la cogió y la puso contra una de las paredes de rejilla. Con un gesto de cabeza se dirigió a Marta y dijo:

—Vamos, criaja, no tenemos todo el día.

—¿Quieres saber lo que hay ahí fuera? —dijo una voz desde arriba.

—Pues sube, ¡va, pinga! —exclamó otra.

—¡Si, venga!

—¡Hay tortugas más rápidas que tú!

Marta miró a la del pelo corto con el ceño fruncido y mientras ésta sujetaba la escalera, puso un pie en el primer escalón de madera balanceante y subió peldaño a peldaño hasta que llegó a la multitud de gente, que la ayudó cogiéndola por todas partes, y pisó hierba. Ya estaba fuera, por fin había conseguido salir de ese ascensor infernal. Miró hacia atrás y, en efecto, la caja era como ella la había imaginado. Allí, junto a Isabel, estaban el baúl y el barril, además de varias bolsas de cuerda con cosas dentro, unas pequeñas cajas rectangulares anudadas al barril y algunos sacos.

Al volver la vista se encontró rodeada de una multitud de adolescentes que no la dejaban ver nada, e trató de hacerse paso apartándolas mientras ellas le iban bombardeando con preguntas: “¿Cómo estás?”, “¿Te encuentras bien?”, y algunas comentaban entre ellas cosas como: “Es delgada, no sirve para constructora”, o se reían y decían: “Se ha pufado, mirad”. Sin embargo, Marta apenas las oía, tenía los oídos embotados y la luz le hacía daño en los ojos, todo parecía un sueño. La mayoría la ayudaban a caminar empujándola y sujetándola para que no cayera. Iban vestidas con ropas sucias y sencillas, pantalones largos o cortos y camisas y camisetas gastadas. Había gran variedad entre ellas, eran de razas, estaturas y edades variadas, y ninguna llevaba el pelo tan corto como Isabel. Debía haber al menos unas ochenta de ellas.

GRUPO B - El corredor del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora