Capítulo 4

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Cuando Raquel lo leyó en voz alta, un silencio sepulcral se extendió por dentro de las atónitas corazanas. Las sanadoras se inclinaron ante él, le volvieron a tomar el pulso y Judith dijo con voz queda:

—Respira normal, su temperatura también es normal, está calmado y su corazón late despacio. A lo mejor está en coma o dormido.

—Llevadle al Refugio, rápido. Averiguaremos qué ha pasado. Criaja —dijo mirando a Marta—. ¿Le conoces?

—No —respondió ella.

—¿Te suena de algo?

—No… No lo sé —vaciló.

—Luego hablamos, harapo.

Las sanadoras alzaron al chico como pudieron y las dos jefas acompañaron la camilla hasta el Refugio. Marta le vio alejarse y no pudo apartar los ojos de él. ¿Quién era? No sabía su nombre, ni sus gestos, ni su manera de hablar ni su manera de ser, ni siquiera si le había visto antes. Pero era como un déjà vu, pensaba que le había visto antes, pero a la vez sabía que no era cierto.

—Sara, ¿qué tengo yo que ver con ese chico?

—No lo sé —se encogió de hombros la niña—. ¿Te suena?

—No… es raro. ¿A ti te suena?

—¡Qué va! A ese pingo no le he visto nunca. Pero es extraño que hayas llegado tú y al día siguiente este chaval.

—Vamos a acercarnos al Refugio —propuso Marta.

—Noo, espera, no vayas ahí —le advirtió Sara.

—¿Por qué? Quiero saber qué pasa.

—Pero ahí sólo entran las capitanas y las jefas, criaja.

—¡Bueno, ya está bien de llamarme criaja, que ya no lo soy! ¡Me llamo Marta! —exclamó dirigiéndose hacia la casa.

—Vale, pipio… eeeh… Marta, ¡pero no vayas!

—Me da igual lo que digas, voy a ir.

—No cuentes conmigo, no quiero meterme en problemas.

Marta siguió andando sin hacerle caso y al cabo del rato, cuando llegó al Refugio, picó a la puerta. Como nadie respondió, giró el pomo y entró. Lo primero que vio fue una gran sala con mesas, sillas y sofás en el medio. El suelo era de madera y había una columna justo en medio del salón, que servía para sujetar el piso de arriba. Las escaleras estaban al final, y Marta se encaminó hacia ellas. Las subió atravesando la sala y llegó al piso de arriba, un pasillo con habitaciones a los lados. Anduvo pegando la oreja a cada puerta por si oía algo hasta que topó una en la que oyó voces. La golpeó con los nudillos y las voces cesaron. Unos pasos se dirigieron hacia ella y Andrea abrió la puerta bruscamente con cara de cabreo.

—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó casi escupiendo las palabras.

—Quiero saber qué pasa.

—¿No te das cuenta de que si las noventa quieren “saber qué pasa” tirarán la casa abajo? ¡Fuera de aquí!

—¿Cómo está? ¿Ha despertado? —insistió Marta. Vio al chico estirado en una cama respirando suavemente con los ojos cerrados.

—¡Laaargo! ¿Quieres pasar una buena temporada en la Trena?

—Está bien —refunfuñó enfadada—, pero si se despierta quiero saberlo.

—Me da igual que quieras saberlo —dijo Andrea cerrándole la puerta en las narices.

Marta tuvo ganas de patalear, gritar y aporrear la puerta. ¿Quién se creía que era para tratarla así? No comprendió que Andrea estaba muy nerviosa en esos momentos, que no era capaz de controlarse y, lo que era peor, que no podía controlar la situación, pero tampoco le importaba aquella chica.

GRUPO B - El corredor del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora