Capítulo 10

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Lo primero en lo que pensó Marta fue en el grito de Isa. ¿Habrían atacado su refugio? Tuvo mucho miedo por ella, y prefirió pensar que había sido una orden o un aviso lo que había oído y no un grito de terror o socorro. No, Isa no podía morir, no. No. Marta iba a salir del Refugio con ímpetu pero se dio cuenta de que las chicas estaban agitadas. Si se levantaba causaría más nerviosismo y puede que algunas corazanas no lo aguantaran.

Andrea dio una pequeña palmada para que las pobres se calmaran, se levantó con cuidado y miró a través de una pequeña rendija entre las tablas de madera que tapaban las ventanas. Entonces Marta decidió levantarse también, y con tranquilidad se deshizo del abrazo de Sara y se acercó a la jefa cuidando de no pisar a nadie. Sonaban los ruidos de los mutiladores, que atravesaban las paredes cada diez o veinte segundos. El sonido venía seguido de un chirrido del metal girando. El chasquido de los pinchos contra la dura piedra de la Trena y de los muros. Cosas rompiéndose, abriéndose y partiéndose, huesos quebrándose. Parecía que hubiera cuatro o cinco. Marta no les veía, pero oía a los retorcidos animales-máquina recorriendo el Corazón causando estragos a su paso y también oía gritos rotos y pasos acelerados. Temió muchísimo por Isa y por Álex.

Marta le pidió a Andrea que se apartara con un susurro y cuando la jefa lo hizo miró por el pequeño agujero. El cielo se había vuelto negro completamente, no había ni una sola estrella en él, ni una sola diminuta esfera que diera la impresión de que el mundo era más grande. Delante de ella no vio nada, y al mirar a la izquierda vio la barrera que habían intentado levantar las constructoras destrozada. Los ruidos de los mutiladores seguían sonando y notó algo ácido su garganta, así que tuvo que tragar, lo que le produjo dolor. Tenía la boca seca. Se dio cuenta de que le temblaban las manos y de que estaba aterrada. Ella ya había visto a esos monstruos de cerca y no quería volver a verlos. No obstante, ahora deseaba salir a acabar con ellos de una vez, pero sabía que en cuanto pusiera un pie fuera del Refugio, una barra de metal de dos metros de largo con una flecha giratoria en su punta le entraría por el pecho destrozándole las costillas, los pulmones, el corazón y la columna y saldría por su espalda, matándola al instante. Y entonces dejaría de vivir. Todo oscuro, así de rápido y sanguinario.

Le entraron ganas de llorar y se apartó de la rendija. Decidió que no quería estar cerca de esa pared, de manera que se dirigió a su sitio anterior al lado de Sara. Se agachó y se cubrió el cuerpo con la manta. Hacía frío.

Isa empuñó un frasco y no tuvo necesidad de apuntar porque el mutilador se le tiró encima. Cayó al suelo empujada por la carne del monstruo, que gemía ávido de sangre. Dos largos apéndices se levantaron. En una de las puntas había una sierra giratoria que hacía un ruido infernal y en la otra, una esfera maciza de metal del tamaño de una bola de bolos, e Isa pensó que prefería morir cortada y no aplastada, si podía elegir. El pequeño frasco redondo se le había caído de las manos al recibir el golpe que la tiró al suelo y ahora estaba a demasiada distancia. Se puso la tapa del cofre en la espalda, rodó hacia la derecha logrando esquivar la sierra metálica, que se clavó en el suelo partiendo la tierra con la mayor facilidad, y haciendo que el mazo le diera justo en el escudo, destrozándolo. Al menos había frenado el porrazo y la fuerza que la bola de metal hizo sobre su espalda no fue lo suficientemente intensa como para romperle la columna. Alargó la mano con desesperación, cogió el frasco con líquido amarillo, sacó una cerilla de su antebrazo y sin tiempo a darse la vuelta, le prendió fuego a la diminuta cuerda que surgía de él.

La bomba no le explotó de milagro en la cara porque se la tiró inmediatamente al mutilador que tenía encima y que hacía descender la sierra mecánica hacia su cráneo, mas el calor le quemó el brazo con el que se protegió la cabeza. Isa se mordió el labio y abrió los ojos. Tenía que reaccionar rápido si no quería morir. El mutilador estaba dolorido y había apartado la sierra, que por suerte no había dejado ir, porque si lo hubiera hecho, la capitana estaría ahora tendida inerte en el suelo empapada de su propia sangre. Isa corrió, cogió la lanza que momentos antes le había partido un monstruo de esos y lanzándose sobre el mutilador se la clavó varias veces en el mismo sitio mientras este emitía horrendos gemidos de dolor.

GRUPO B - El corredor del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora