Atascados

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Ariadna llegó a casa de Mónica.

El inspector observaba cada movimiento del exterior y del interior del domicilio; cada gesto, cada paso que daba la señorita Gil en ese reducido espacio.

Lorenzo observó cómo Mónica se dirigía a la puerta para poder abrir la puerta a la subinspectora.

— ¿Cómo ha ido con el comisario? —preguntó él, a modo de saludo.

—Necesita pruebas sólidas. Me he pasado el día recopilando información. —contestó Ariadna.

No dijo nada más respecto al caso, pues no quería revelar nada a Mónica, quien a pesar de estar ocupada con otros asuntos, tenía los oídos puestos en toda conversación que mantenían entre ellos.

Los dos compañeros decidieron salir de la casa y bajar al portal, con la excusa de tomar el aire; la conversación dio comienzo entre susurros, pues no querían arriesgarse a que sus voces llegasen hasta la ventana que daba a la sala de estar de la casa de Mónica.

— ¿Qué has descubierto? —preguntó él, cruzándose de brazos y apoyando la espalda en la fachada del edificio.

—He ido al parque de bomberos, donde trabajaba el señor Cuevas y, efectivamente, su apodo era Fénix. Él fue el suboficial del equipo que acabó en el hospital por inhalación de humo. He hablado con el sargento Ruíz, quien vigilaba el parque esta mañana y me ha confirmado que la bombona de aire que usaba el señor Cuevas sufrió una fuga debido a un corte. Conservaban la botella y se ha ofrecido a enseñármela. —explicó la subinspectora mientras sacaba su móvil del bolsillo y mostrar una fotografía al inspector—. Un corte bastante feo —observó él.

—El sargento Ruíz me facilitó el nombre del hospital y la dirección, así que fui inmediatamente. El doctor que atendió al señor Cuevas me dio el informe del estado del paciente cuando fue ingresado, y consta el día que recibió el alta. Entró la madrugada del día 11 de marzo, justo después de extinguir el incendio de la fábrica La Tela de Blanca, y recibió el alta al mediodía del día siguiente, el 12 de marzo. —acabó ella.

El inspector soltó un suspiro, dándose unos segundos para procesar toda la información:

—Ahora me siento inútil: tú por ahí haciendo el trabajo de dos personas y yo aquí, vigilando a la señorita Gil, sentado en el sofá. —soltó él.

Ariadna lo miró a los ojos y negó con la cabeza.

—Creo que aquí la inútil soy yo: después de la excursión que he hecho hoy, no he sacado nada en claro, ni del caso del incendio ni del asesinato del señor Cuevas. Se me acaba el tiempo, Lorenzo. —se lamentó ella, indignada.

El inspector levantó la mano y le acarició la mejilla, pero ella posó su mano sobre la de él y la apartó de su rostro; Lorenzo frunció el ceño.

—Creo que estamos atascados —añadió ella.

Lorenzo se apartó de ella, asustado, temiendo una ruptura inminente.

La subinspectora soltó una risotada:

—No hablo de nosotros. Me refiero al caso.

El inspector se llevó la mano al pecho y soltó un suspiro de alivio.

— ¡No hagas eso! Por poco me da un ataque. —exclamó, exagerando la situación.

Ariadna rió, pues sabía que su compañero intentaba quitarle hierro al hecho de estar estancados en este caso.

—Tranquila. Intenta despejar la mente durante unas horas y verás cómo las pruebas aparecerán ante tus ojos. A mí me funciona. —dijo Lorenzo con una sonrisa en el rostro.

—No, tú esperas a que yo las encuentre. —replicó ella enarcando las cejas.

Entonces, Lorenzo se acercó más a ella; la atrajo hacia sí:

—Tú eres la pista que apareció ante mis ojos, Ariadna. Tú me has enseñado a saber dónde buscar, me has enseñado a encontrar, me has enseñado a rellenar una solicitud para pedir una orden judicial.

A la subinspectora se le escapó la risa, pero captó la idea que quería transmitir Lorenzo, quien se inclinó y la besó.

—Te quiero.

—Te quiero. —contestó ella mientras abrazaba a su compañero.

Decidió seguir su consejo: despejar su mente durante unas horas y esperar a que las pruebas aparecieran ante sus ojos.

Se sentía reacia a hacerlo, pues no podía evitar pensar en el caso, en lo que había visto en el parque de bomberos, en los medios acechando en comisaría, en los vídeos de esas mujeres, en el cuerpo de Asier, cuya carne empezaba a pudrirse en el agujero donde fue enterrado.

Sus pensamientos navegaron por los recuerdos del pasado, los recuerdos de aquellos días y aquellas noches con Asier que no quería que acabaran. Pero la realidad la abofeteó; esos días, esas noches felices acabaron en el momento en que se encontró a su pareja con su mejor amiga en la cama.

El poco amor que aún conservaba por Asier, debido al pasado que compartieron, acabó por desaparecer cuando vio lo que le hizo a esas mujeres.

Mónica había decidido invitar a los dos policías a cenar con el fin de agradecer su tiempo en protegerla. Pidieron comida china y se sentaron los tres en la mesa del comedor.

No hablaron del caso, pero la señorita Gil aprovechó ese momento para preguntar:

— ¿Cuánto tiempo llevan ustedes trabajando en el departamento?

Lorenzo tragó la comida que tenía alojada en la boca:

—Entré en comisaría unos meses después de acabar las oposiciones —contestó.

—Yo entré más tarde. Después de acabar Criminología, me apunté a las oposiciones y fui ascendiendo poco a poco. —dijo la subinspectora, quien se sentía intrigada por el juego que estaba empleando Mónica con ellos.

— ¿Y usted, señorita Gil? ¿Cómo es que decidió dedicarse a la educación infantil? —preguntó el inspector.

Mónica carraspeó.

—Siempre me han gustado los niños. Jugar con ellos, cuidarlos, preparar actividades para ellos...Me encanta la sinceridad que muestran los niños, a diferencia de los adultos. Te dicen la verdad aunque ésta duela; no tienen pelos en la lengua.

El inspector asintió:

—Entiendo. Aún recuerdo aquella vez en que un niño pequeño se me acercó y me dijo que tenía el culo gordo.

Ariadna reprimió su risa, mientras que Mónica lo hizo a carcajadas.

—No tiene gracia. Estuve mirándome en el espejo durante horas después de aquello, analizando las dimensiones de mi culo. —exclamó el inspector, riendo.

Ariadna contempló la facilidad que tenía para comunicarse con los demás.

Juntos recogieron los platos de la mesa y los depositaron en el fregadero de la cocina:

—Señorita Gil, ¿dónde suele guardar el mantel de la mesa? —preguntó la subinspectora.

Mónica le señaló con el dedo el último cajón de un mueble de la cocina, a la izquierda.

Entonces lo abrió, pero no esperaba encontrarse un paquete de cigarrillos: sólo faltaba un cigarrillo. El resto seguían ahí.

«Pero si Mónica no fuma, y su madre, que yo recuerde, tampoco».

Entonces, recordó una fotografía del informe del incendio de la fábrica textil, cuyas llamas fueron provocadas por la colilla de un cigarrillo.

Esperó a que Mónica saliera de la cocina para poder sacar el paquete de tabaco con un guante que se acababa de poner. Cogió el paquete y retiró el extremo del guante de su muñeca, dándole la vuelta, con el fin de que el paquete de cigarrillos quedase en el interior del guante.

Lorenzo tenía razón: si despejaba la mente, las pruebas aparecerían cuando menos lo esperase. 

EL AMOR MATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora