El Hospital

1 0 0
                                    

Ariadna empezó a abrir los ojos, sintiéndose atraída por una voz que rezaba su nombre.

Cuando recuperó la consciencia, se sentía un poco desorientada y cegada por la iluminación que traspasaba la ventana y hacía resplandecer las blancas paredes de aquel lugar. Bajó la mirada hacia sus brazos, rodeado de cables y tubos. Su cuerpo estaba cubierto por una bata fina, abierta por detrás, y unas sábanas desinfectadas.

— ¿Dónde estoy? —preguntó ella, humedeciéndose sus labios cortados. La subinspectora sentía su boca seca, casi como una pasta.

—Estás en el hospital general, Ariadna. Soy el doctor Javier González ——contestó un hombre joven con indumentaria de color azul cielo.

«El color de la tranquilidad», pensó la subinspectora.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

—Ha recibido un disparo en el abdomen. La bala quedó alojada en su interior y la tuvimos que intervenir. Afortunadamente, el proyectil no ha dañado ningún órgano vital; es usted una mujer con mucha suerte —aseguró el médico con una sonrisa en el rostro.

— ¿El inspector Lorenzo Vázquez está bien? —preguntó, preocupada.

—Sí. Está perfectamente bien. Lo atendió otro doctor de la planta pero leí su informe: se le dio el alta hace tres días. Tú has salido peor parada.

— ¿He estado inconsciente tres días? —dijo la débil voz de Ariadna, incrédula.

—Así es. Pero no te alarmes: no se han olvidado de usted. El comisario Hernández ha venido a visitarla. Y también el inspector Vázquez. Los dos mostraron mucha preocupación en cuanto a tu atención médica se refiere.

« ¿El malhumorado comisario Hernández ha venido a verme? ¿Acabo de entrar en una dimensión paralela o algo así?», pensó Ariadna.

De repente, alguien llamó tres veces a la puerta de la habitación. El doctor le dio permiso para entrar.

Eran dos personas: el comisario y Lorenzo. La subinspectora respiró hondo al ver que su compañero estaba bien, con el brazo izquierdo apoyado en un cabestrillo. Cada uno ocupó un lado de la cama; el inspector a la izquierda y Don Francisco a la derecha. El médico decidió dejarlos a solas. Se despidió y cerró la puerta tras él.

—Comisario —lo saludó ella, girando la cabeza a la derecha—Inspector. —saludó a Lorenzo, girando la cabeza, esta vez a la izquierda.

Ambos hombres rieron:

—Ariadna, deja las formalidades, no es horario de oficina. —rió el comisario.

«Esta es la primera vez que veo sonreír a don Francisco. ¡Definitivamente, estoy en una dimensión paralela, o muerta!», pensó ella.

— ¿Dónde está la señorita Gil? —preguntó.

—Detenida, a disposición judicial —contestó el comisario.

—Sé que no esperé a que el equipo estuviera preparado. Llamé al inspector Vázquez para poner sobre aviso de la detención de Mónica Gil, pero quien contestó a la llamada fue ella. Me exigió que me dirigiera a la fábrica La Tela de Blanca, con la carpeta del caso. Quería destruir todo aquello que la implicaba en el asesinato del señor Cuevas. Me pidió que fuera sola. Así que me dirigí allí con tal de salvar a mi compañero. Ella quemó la carpeta con un mechero —se justificó la subinspectora, susurrante, los medicamentos no la dejaban hablar, ni pensar con claridad.

—Pero usted sabe, don Francisco, que yo siempre hago una copia de todo documento que aparece en mis manos —añadió.

El comisario, sonriente, asintió:

—Así es. Vi la carpeta azul en su escritorio con un post it encima que rezaba: Mónica Gil Herrera se encuentra en estos momentos en la fábrica La Tela de Blanca. Tiene al Inspector Vázquez como rehén. Por favor, guarden y protejan esta carpeta con su vida. Gracias a esta carpeta hemos podido detener a la señorita Gil por los cargos que se la acusaban y añadiremos el de herir a dos agentes de la ley. —anunció el comisario.

—Cuando hablé con ella por el móvil, la señorita Gil estaba llorando. Creo que, al verse atrapada en un caso como este en el cual ella era sospechosa, perdió los estribos. Activó su instinto de supervivencia. Estaba aterrada —recordó la subinspectora.

El comisario negó con la cabeza:

—No hace falta que justifique los actos de esa mujer, Ariadna —replicó—. Debo darle la enhorabuena, inspectora.

Ariadna frunció el ceño y miró unos segundos a Lorenzo, quien no podía evitar sonreír ante su desconocimiento de las buenas nuevas.

—Te vamos a ascender a inspectora, Ariadna. —afirmó el comisario, entonces se alejó de la cama y se dirigió a la puerta.

—Gracias, comisario —respondió ella antes de que don Francisco abriera la puerta.

—Os dejaré a solas. Supongo que querréis comprobar que seguís vivos. —Entonces salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Ariadna miró a Lorenzo, quien no pudo evitar las lágrimas:

— ¿Está llorando, inspector? —preguntó ella.

Lorenzo se inclinó y le acarició el cabello suelto, con su mano buena:

—Ya no hará falta que me trates de usted, inspectora —replicó él antes de posar sus labios sobre los de ella.

Ariadna lo miró unos segundos, enarcando las cejas:

— ¿Por qué no me has delatado, Lorenzo? Las tienes todas contigo para que me expulsen del cuerpo. Me he implicado emocionalmente, por poco te matan por mi culpa, Lorenzo —tembló ella.

Él no dejó de acariciar su cabello y sus mejillas. Negó con la cabeza:

—No ha sido culpa tuya, Ariadna. Después de todo lo que ha pasado, te debo la vida —le contestó antes de volver a besarla.

—Te quiero. Te quiero —añadió con la voz quebrada.

Ariadna lo abrazó como buenamente pudo, pues los tubos que se encontraban clavados en su cuerpo impedían moverse con libertad.

—Te quiero. —respondió ella, susurrando en su oído. 

EL AMOR MATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora